Un funcionario que cobra una remuneración sin trabajar incurre en un delito, castigado por el art. 313 del Código Penal con una multa o hasta con dos años de cárcel. En 2014, la médica Perla Paredes –hija de la diputada colorada Perla Acosta de Vázquez– admitió haberlo cometido y fue condenada a la máxima pena privativa de libertad, pero se libró de ella a cambio del pago de una multa de 17 millones de guaraníes mensuales, durante dos años. Ahora se ha constatado que continúa percibiendo ilícitamente el dinero público, pues durante la jornada laboral abandona a sus pacientes del IPS para salir a desayunar y visitar una peluquería, lo que no le impide percibir cada mes su salario de 5.944.255 guaraníes, por nueve horas semanales de “trabajo”.
Claro que la delincuente confesa, que debió haber sido inhabilitada por vía administrativa para ocupar cualquier cargo público antes de los cinco años contados a partir de su condena, no es la única funcionaria del IPS que se dedica a cualquier cosa antes que a cumplir con su deber de servir con esmero a los asegurados. Nuestro diario ilustró el año pasado los fraudes cometidos por varios funcionarios del IPS, que se limitaban a registrar sus entradas y salidas, ausentándose durante todo ese lapso, lo que habría motivado la apertura de unos mil sumarios administrativos, según el presidente del IPS, Benigno López, sin que sus resultados se hayan dado a conocer. O sea que esa práctica delictiva es masiva y de larga data, sin que hasta ahora haya sido impedida, sea porque sus autores están muy bien protegidos o porque los controles internos son inexistentes.
El asesor jurídico Andreas Ohlandt, el gerente de salud Aníbal Ríos y el gerente del Hospital Central del IPS Fernando Bittigner acaban de admitir su impotencia y pidieron la ayuda de los asegurados “para controlar y denunciar a los raboneros”.
Los dichos de las citadas autoridades sugieren que sería ilusorio tener semejantes expectativas, ya que “el IPS es un universo grande”, acaso porque sirve de refugio a una amplia clientela política. Con todo, no está mal que hayan pedido el auxilio de los asegurados, a los que cabría sumar a los ciudadanos en general, para que hagan sus denuncias, incluso por vía telefónica, contra los aprovechados que cobran indebidamente sus honorarios, delinquiendo así también a costa de la salud de la gente. Esos miserables deben ser identificados por la población, y además suspendidos en el cargo, procesados y condenados, para lo cual es preciso que las altas autoridades del IPS cumplan con su deber de hacer cumplir la ley.
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También es cierto, como ellas afirman, que se trata de un problema que existe en todas las instituciones públicas, lo que de ninguna manera puede servirles de excusa. En efecto, el escandaloso caso del IPS es solo uno más de los tantos que existen, para mal del erario desangrado y de la población desatendida. La palabra “planillero” ya se ha incorporado hace mucho al vocabulario paraguayo para designar a los vividores, apadrinados por politicastros de todo pelaje, que reciben sus sueldos sin ni siquiera visitar sus oficinas, a veces incluso estando en el extranjero. Como el aparato estatal rebosa de personal superfluo, en muchas entidades públicas no habría espacio suficiente para ubicar sillas para todos los funcionarios si cumplieran con su deber. Con todo, el ausentismo permanente y remunerado configura un delito de acción penal pública que los ciudadanos deben perseguir, denunciando a sus autores no solo ante los medios de prensa o las máximas autoridades de las instituciones afectadas, sino también, y sobre todo, ante el Ministerio Público.
La población debe ser consciente de que quienes se embolsan el dinero público sin trabajar son unos verdaderos ladrones, y de que, en consecuencia, está en su propio interés que se les arruine el “negocio” de vivir de arriba. Ese vecino, funcionario, que no asiste a su lugar de trabajo, es un delincuente que, aparte de ser radiado del aparato estatal, debe terminar en prisión o con una buena multa, de acuerdo a la ley. Esos vividores nos toman el pelo y resulta estúpido seguir tolerándolos.
Está visto que no se puede confiar en que todo organismo verifique el cumplimiento de los tres primeros deberes legales de un funcionario, que son los de realizar su trabajo en las condiciones de tiempo y lugar que disponga la autoridad competente, cumplir con la jornada laboral que fija la Ley de la Función Pública, y asistir puntualmente al trabajo. Se hace la vista gorda por temor al “comisario” político que esté detrás del delincuente o bien por pura indolencia, contando con que la sociedad civil se resigne a la canallada diaria, como la de justificar una ausencia con un certificado médico de contenido falso, es decir, con un hecho punible previsto en los arts. 254 y 256 del Código Penal.
Denunciar a los parásitos es un deber cívico y moral para todos los ciudadanos y ciudadanas que no desean ser tomados por idiotas, y que pretenden, en cambio, que los servidores públicos honren en su jornada laboral el sueldo que ganan gracias al sudor de la frente de Juan Pueblo.