La libertad de expresión está acorralando a los delincuentes

Toda dictadura, como la que ejerció Alfredo Stroessner durante más de tres décadas, niega la libertad de expresión en cualquiera de sus formas. El prolongado totalitarismo, con su secuela de exilios, torturas y asesinatos, infundió en amplios sectores de la población mucho miedo, por lo que no pudieron aprovechar ni sentir de inmediato los beneficios de la irrestricta libertad que instauró el general Andrés Rodríguez tras la caída de la dictadura. Actualmente, hay claros indicios de que la ciudadanía ya ha aprendido a desafiar a los prepotentes, en defensa de la legalidad y del erario público, desvelando sus infamias a través de la prensa, de las redes sociales o de manifestaciones callejeras. A raíz de estas denuncias están procesados o imputados, por ejemplo, los legisladores Víctor Bogado, Enzo Cardozo y José María Ibáñez, el exfiscal general Javier Díaz Verón, el exsenador Óscar González Daher y otros. Estos casos indican que la libertad de expresión y de prensa ya está cumpliendo su misión saneadora en la podredumbre circundante. Pero es mucho más lo que se puede conseguir si los ciudadanos y las ciudadanas participan con más entusiasmo en la lucha contra la ilegalidad, codo a codo con los medios de prensa.

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Toda dictadura, como la que ejerció Alfredo Stroessner durante más de tres décadas, niega la libertad de expresión, en cualquiera de sus formas. No admite la crítica ni la disidencia y reprime con saña a quienes se atreven a decir lo que piensan, porque ello puede disgustar al todopoderoso. Pero no se trata solo de que le repugne la confrontación de ideas, sino también de que, al amordazar a la sociedad civil, busca evitar que sus fechorías salgan a la luz.

En efecto, en los totalitarismos, aparte de estar sometida a la censura de hecho o hasta de derecho, la prensa no puede enterarse de muchas iniquidades porque el temor generalizado a la represión impide que la gente las denuncie.

Con la clausura de nuestro diario en 1984, por orden del Ministerio del Interior, y de Radio Ñandutí, en 1987, la prensa libre recibió en el Paraguay su golpe de gracia. Tras la caída del dictador en febrero de 1989 se abrió una nueva época. Es probable que el mayor logro del Gral. Andrés Rodríguez haya sido el de haber instaurado, una vez derrocada la dictadura, la irrestricta libertad de expresión para todos los paraguayos y paraguayas.

No obstante, el prolongado totalitarismo, con su secuela de exilios, torturas y asesinatos, había infundido mucho miedo en amplios sectores de la población, por lo que no se pudieron aprovechar ni sentir de inmediato los beneficios que esa libertad ofrecía, para repudiar las arbitrariedades o condenar los latrocinios en todas sus formas y viniera de quien viniera. Fue preciso que pasaran años para que la ciudadanía se animara a ejercer su derecho a manifestarse contra los abusos, las injusticias y las iniquidades aún reinantes.

Actualmente, hay claros signos de que la ciudadanía ya ha aprendido a desafiar a los prepotentes, en defensa de la legalidad y del erario público, desvelando sus infamias a través de la prensa, de las redes sociales o de las movilizaciones callejeras. Es cierto que en algunos rincones del país los mandamases aún amedrentan a los lugareños –como Perla de Vázquez, en San Pedro–, pero puede afirmarse que, en general, los paraguayos y las paraguayas ya se han liberado del miedo que infunden los autoritarios.

En los últimos tiempos, gracias a la cooperación de muchos compatriotas, la prensa ha podido denunciar una serie de hechos punibles en la función pública, que han conducido al menos a que algunos de los responsables estén hoy sometidos a la Justicia. Están procesados, por ejemplo, los legisladores Víctor Bogado, Enzo Cardozo y José María Ibáñez, así como el presidente de la Dirección de Beneficencia y Ayuda Social (Diben), Fernando Rojas, y su consejero Víctor Domínguez, entre otros. La ayuda de la gente también permitió detectar múltiples casos de “planillerismo” y de nepotismo, así como el enriquecimiento ilícito de funcionarios aduaneros y del exfiscal general del Estado Javier Díaz Verón. Hasta llegar a uno de los hitos periodísticos más importantes de los últimos tiempos, la difusión de los “audios” que llevaron a que el senador Óscar González Daher fuera expulsado de su Cámara y renunciara a la presidencia del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (JEM), y que también el senador Jorge Oviedo Matto renunciara a su investidura, para luego ser imputados, al igual que el exsecretario general de la JEM Raúl Fernández Lippmann, entre otras personas.

Estas son solo algunas de las publicaciones que han servido para ilustrar el grado de podredumbre al que se ha llegado en el aparato estatal y que alguna consecuencia positiva han tenido. Desde otro punto de vista, es de señalar que la severa crítica realizada por gran parte de la prensa, acompañada por la masiva protesta ciudadana, logró impedir que la aventura de la enmienda inconstitucional impulsada por el presidente Horacio Cartes y su antecesor Nicanor Duarte Frutos llegara a feliz término para sus promotores.

Todo esto implica que el pleno ejercicio de la libertad de expresión por parte de la ciudadanía está extrayendo al país de las hediondas catacumbas políticas en las que estaba sumergido, contribuyendo a sanearlo poco a poco. Los corruptos y prepotentes se ven cada vez más acorralados por las voces que se alzan para ponerlos en evidencia, de modo que tienen buenos motivos para estar asustados, pues tarde o temprano sufrirán los saludables efectos de la libertad de expresión. La sociedad civil está en buen camino, por lo que es de esperar que las denuncias se multipliquen y que los malhechores sean repudiados públicamente allí donde se encuentren.

Ciertamente, resta más por hacer para que los inescrupulosos no solo pierdan sus puestos, sino también terminen en la cárcel. Ello exige que el Ministerio Público y el Poder Judicial sean depurados de quienes, por acción u omisión, favorecen la impunidad de los politicastros y de sus allegados, así como la de los mafiosos de todo pelaje que los acompañan. También en este ámbito es necesario que la gente dé a conocer las tropelías e injusticias de fiscales y jueces recurriendo a la prensa, tal como lo hicieron quienes denunciaron a las juezas de ejecución penal Lourdes Scura y Ana María Llanes por haber dispuesto, cada una de ellas, el arresto domiciliario de dos narcotraficantes condenados a 28 años de prisión el uno y a 20 años el otro. La publicación en la prensa impulsó al Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados a iniciar una investigación preliminar de oficio.

Los casos citados indican que la libertad de expresión y de prensa ya está cumpliendo su misión saneadora en la podredumbre circundante. Pero es mucho más lo que se puede conseguir si los ciudadanos y las ciudadanas participan con más entusiasmo en la lucha contra la ilegalidad, codo a codo con los diarios, las radios, la televisión y las redes sociales, para intensificar la tarea de derribar de sus pedestales a los bandidos todopoderosos con pies de barro.

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