Los más de 30.000 miembros de la Cooperativa Fernando de la Mora (Coofedelmo), intervenida por el Instituto Nacional de Cooperativismo (Incoop) por haber acumulado pérdidas de más de 14.000 millones de guaraníes, están muy inquietos porque corren el riesgo de perder sus ahorros, que no están cubiertos por una garantía como la que tienen los clientes de los bancos y de las financieras. No se trata de un caso insólito, pues son numerosas las cooperativas que tienen serias dificultades de liquidez, como resultado de varios años de ineficiencia y hasta de latrocinio por parte de sus directivos. Basta con recordar que la Cooperativa Cooperalba, de Canindeyú, fue liquidada a fines del año pasado tras haber arrastrado pérdidas por más de 62.000 millones de guaraníes. ¿Cómo es posible que se llegue a tales extremos, dado que el fenómeno de la insolvencia no suele ser repentino? Concretamente, ¿por qué los socios no se ocupan de velar por sus propios intereses en las asambleas anuales? Según la Ley de Cooperativas, ellas deben controlar la labor desarrollada por el Consejo de Administración, la Junta de Vigilancia y, desde septiembre de 2015, el Tribunal Electoral Independiente, pudiendo disponer la apertura de sumarios administrativos al presumirse irregularidades, aprobar sanciones y remitir conclusiones a la Justicia ordinaria, como también formar comisiones investigadoras.
Lo que pasó es que las cooperativas estaban en las exclusivas manos de una claque, gracias a que los miembros de los órganos de dirección eran elegidos individualmente mediante el voto disciplinado de la mayoría, lo que hacía imposible el control por parte de los socios ajenos al grupo dominante. Aunque el sistema de representación proporcional, introducido no hace mucho, subsanaría ese grave inconveniente para el control democrático, el mismo no será efectivo mientras los socios no participen en las asambleas para elegir a los directivos ni ejerzan las atribuciones que la ley confiere a la máxima autoridad de una cooperativa.
La culpa de los frecuentes descalabros financieros de las cooperativas la tienen los mismos asociados, en última instancia. Son ellos quienes tienen el deber primordial de velar por sus propios intereses, examinando regularmente la gestión de los directivos. Valga como ejemplo de su habitual indiferencia que a la asamblea convocada para formar la comisión liquidadora de Cooperalba solo asistieron los dirigentes que la llevaron a la quiebra debido a sus ilicitudes, mientras unos doscientos socios se quedaron en sus casas, permitiendo así que la comisión fuera integrada solo con los sinvergüenzas.
El Incoop tiene apenas veinte fiscalizadores para supervisar unas 600 cooperativas en actividad, de las cuales seis están hoy intervenidas. Como carece de personal técnico suficiente para ejercer una de sus principales funciones, que es la fiscalización y control administrativo, así como económico-financiero de las cooperativas, no es mucho lo que puede hacer para evitar el “riesgo enorme” que implica, al decir de su titular Félix Jiménez, una decisión asamblearia sobre inversiones millonarias, como compras de tierras o instalación de fábricas.
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Empero, también el Incoop tiene su gran cuota de responsabilidad en la grave crisis que atraviesa el cooperativismo, ya que muchas veces ha hecho caso omiso a las denuncias formuladas por los socios, quizás porque su Consejo Directivo está ligado de hecho a los grupos que vienen manejando el sector desde hace años. De acuerdo a la Ley 2517/03, el presidente de su Consejo Directivo es nombrado por el Poder Ejecutivo de una terna electa en la Asamblea Nacional de Cooperativas, convocada por las confederaciones, en tanto que los cuatro miembros titulares son electos en otras tantas asambleas sectoriales, para representar a las confederaciones, a las cooperativas de producción agropecuaria, a las de ahorro y crédito y a las de otros tipos.
En consecuencia, las autoridades del Incoop provienen hasta ahora de los mismos grupos que han venido manejando a su antojo las cooperativas. Se entiende, entonces, que no se hayan esforzado mucho por fiscalizarlos. El espíritu de la ley es inobjetable, en el sentido de que apunta a una suerte de autocontrol de los entes cooperativos, a fin de precautelar su autonomía.
Sin embargo, debido a que en la misma base las prácticas democráticas han sido desvirtuadas por el sistema de elección de los Consejos de Administración y de las Juntas de Vigilancia, a lo que se debe sumar la escasa intervención de los socios, las cooperativas no han sido supervisadas como hubiera sido deseable. Quienes debían ser controlados tenían a su cargo el órgano contralor, lo que naturalmente condujo al desquicio actual. O sea que no basta con que el Incoop tenga mayores recursos humanos y materiales para ejercer sus atribuciones, sino que también es necesario que los cooperativistas se movilicen para elegir mejor a sus directivos. La cuestión no es alterar la estructura orgánica del Incoop, sino integrar su Consejo Directivo con personas honestas y laboriosas, que cuenten con la confianza de las masas societarias.
En su nueva versión la Ley de Cooperativas declara que ellas son “organizaciones democráticas controladas por sus miembros, quienes participan activamente en la definición de las políticas y en la toma de decisiones”. Aunque no hacía falta que lo dijera, no está de más recordar a los cooperativistas que la clave está en su participación activa para que, entre otras cosas, no sufran tan reiterados quebrantos.