En este país tan castigado por los “presupuestívoros”, no solo quienes ocupan cargos electivos gozan de irritantes privilegios, sino también quienes fungen de burócratas. En vez de estar al servicio de sus compatriotas, unos y otros creen que tienen derecho a servirse de ellos. Por eso, la célebre frase del diputado Carlos Portillo, según el cual un legislador no puede ser comparado con un ciudadano común, resulta incompleta. Ocurre que tampoco los funcionarios pueden ser comparados con ellos, pues adquieren la estabilidad definitiva a los dos años de su nombramiento, solo pueden ser destituidos previo sumario administrativo, “trabajan” cuarenta horas semanales y –sobre todo– gozan de excelentes remuneraciones. Esta última envidiable ventaja, que cuesta mucho dinero a los contribuyentes tan mal atendidos, ya fue destacada en noviembre de 2014 por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), al señalar que nuestros burócratas eran los mejor pagados de América Latina en términos relativos, ya que sus ingresos anuales son de cuatro a seis veces mayores que el ingreso per cápita.
Como aparte de ganar muy bien son demasiados –uno por cada veinticuatro habitantes– es comprensible que un reciente estudio del mismo banco, titulado “Mejor gasto para mejores vidas”, señale que el porcentaje del gasto público que el Paraguay destina al pago de sus funcionarios es del 40% –el promedio latinoamericano solo llega al 29%– y que sus salarios corresponden al 10% del Producto Interno Bruto (PIB), dos puntos por encima del promedio regional.
Se conjugan así dos factores que hacen que las remuneraciones en el aparato estatal paraguayo sean una carga muy pesada para Juan Pueblo, hasta el punto de absorber el 73% de la recaudación fiscal. Por un lado, los ingresos del personal público han aumentado en los últimos tiempos en porcentajes superiores al de la tasa de inflación y al del reajuste salarial para los trabajadores del sector privado, debido a la fuerte presión que ejercen sobre los poderes Ejecutivo y Legislativo, especialmente en vísperas de unas elecciones. Los burócratas han podido aumentar sus respectivos patrimonios tanto en términos absolutos como relativos, sin brindar ninguna contraprestación equivalente a la ciudadanía, porque una buena parte de ellos son haraganes, ineptos o corruptos, que ingresaron a la administración pública por haber sido “recomendados” por algún politicastro. Hay quienes son simples “operadores políticos”, que ni siquiera se toman la molestia de asistir a sus oficinas.
Decenas de miles de aprovechados chantajean a sus patrocinadores no solo con la amenaza de paralizar algún servicio, sino también con la de sabotear sus chances electorales, en el improbable caso de que se les ocurra defender el bolsillo de los contribuyentes. A diferencia de Estos, están muy bien organizados y hasta realizan actividades político-partidarias en sus lugares de “trabajo”, en contra de la Ley de la Función Pública. Sus dirigentes sindicales no tienen grandes dificultades para arrancar concesiones al negociar los contratos colectivos de trabajo, porque, al fin y al cabo, las mayores erogaciones no están solventadas por los jerarcas, sino por los desprotegidos ciudadanos.
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Ganan de lo mejor y cada año, sobre todo tras un cambio de Gobierno, son más numerosos, porque resulta mucho más fácil –y políticamente más rentable– crear nuevos cargos que eliminar los innecesarios.
Los miles de funcionarios del Congreso son la demostración más cabal del parasitismo reinante. Cabe mencionarlos en especial para evidenciar que los legisladores no defienden el interés general, sino el particular de los funcionarios y el de ellos mismos. El dinero que se desperdicia en los altos salarios de decenas de miles de funcionarios inútiles, por decir lo menos, es dinero que deja de emplearse en salud, educación y obras viales, entre otras cosas. Es penoso tener que insistir en estas obviedades, pero es preciso hacerlo para que la población tenga en cuenta que el malgasto público atenta contra su bienestar. De acuerdo al mencionado estudio del BID, la ineficiencia del gasto público reflejada, por ejemplo, en la cuestión salarial, entre otras cosas, le cuesta al país unos 1.800 millones de dólares anuales, es decir, el 3,9% del PIB.
O sea que no solo la corrupción pura y dura es la causa de nuestras desdichas, sino también el derroche en favor de quienes desangran el presupuesto con sus constantes demandas de mejores remuneraciones, que incrementan los gastos corrientes y, en consecuencia, reducen los gastos de capital. Si el Gobierno anterior, con el acuerdo del Congreso, se dedicó a emitir bonos soberanos, aumentando raudamente la deuda externa, es porque no quiso poner freno a la voracidad del personal público. Es de temer que la triste historia se repita en los años venideros y que el Congreso se imagine recaudaciones fantasiosas para aumentar el gasto público. Como los salarios del funcionariado deben abonarse a cualquier precio, los recortes del Ministerio de Hacienda solo afectarán las inversiones previstas, sin perjuicio de proseguir la vía del endeudamiento, a costa de la generación actual y de las futuras.
Y todo por no incordiar al personal público clientelar parasitario que desangra el Presupuesto y que no se destaca, en absoluto, por su eficiencia. El gasto público aumenta, sin que la población sea mejor atendida, porque quienes deben ocuparse de atender sus necesidades se preocupan ante todo de sus bolsillos para seguir viviendo mucho mejor que el común de sus conciudadanos.
Siendo los intereses del resto de la población tan opuestos a los de los burócratas, es necesario que presten mucha atención al actual debate presupuestario para que no se conviertan de nuevo en el pato de la boda anual entre los legisladores y los supuestos “servidores públicos”.