Las instituciones que deben perseguir o condenar a los delincuentes están podridas por la corrupción rampante, de modo que sería vano pretender que se dispongan con seriedad a sanear la República.
La lista de los peces gordos que estarían incursos en alguna norma del Código Penal puede empezar con el fiscal general del Estado con “permiso”, Javier Díaz Verón –ahora reemplazado por Sandra Quiñónez–, quien por razones entendibles aún no ha sido ni tan siquiera imputado, pese a los abrumadores indicios de que se enriqueció ilícitamente y que, de paso, practicó un feroz nepotismo. Encabezaba el órgano que debe “promover la acción penal pública para defender el patrimonio público y social”, según reza la Constitución. El sentido común sugiere que el Ministerio Público mal podría cumplir con sus funciones si está dirigido por alguien indiciado de ser un delincuente.
También está en la picota el contralor general de la República, Enrique García, denunciado por no apelar, siendo asesor jurídico de la Municipalidad de Asunción, un fallo arbitral que obligó a la institución a pagar 3,6 millones de dólares en concepto de indemnización a la empresa Ivesur. Posteriormente, fue imputado por haber presentado documentos de contenido falso para defenderse de la acusación.
Otra figura relevante, hasta hace poco relacionada con la marcha de la Justicia, el exsenador y expresidente del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, Óscar González Daher, está imputado por el hecho punible de tráfico de influencias. Cuesta creer que vaya a ser acusado y que termine en la cárcel, más aún considerando que habría influido en las decisiones de fiscales y magistrados, y sobre quienes debe tener mucha información comprometedora. Cabe subrayar que este sucio politicastro presidía nada menos que el órgano encargado precisamente de juzgarlos, aunque para ello careciera de la menor autoridad moral.
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Ni siquiera la Corte Suprema de Justicia está exenta de severos cuestionamientos: desde 2014 está paralizado en la Cámara Alta el juicio político a los ministros Sindulfo Blanco, Miguel Óscar Bajac y César Garay, por mal desempeño de sus funciones, debido, evidentemente, a que los politicastros instalados en el Congreso no han acordado cómo repartirse las eventuales vacancias.
Pero la putrefacción también alcanza, como es de pública notoriedad, a los “representantes del pueblo”: los senadores Enzo Cardozo y Víctor Bogado, así como los diputados Milciades Duré, José María Ibáñez y Carlos Núñez Salinas están siendo procesados por los delitos de lesión de confianza, de estafa, de complicidad en el cobro indebido de honorarios y de contrabando, según el caso, sin que se avizore el desenlace de las causas, a raíz de las sistemáticas chicanas que interponen sin duda por saberse culpables. Por lo demás, el senador Cardozo integra el todopoderoso Consejo de la Magistratura, que conforma las ternas para designar a agentes fiscales, jueces y ministros de la máxima instancia judicial. En cambio, no fueron sometidos a juicio los diputados titulares Marcial Lezcano, Bernardo Villalba y Freddy D’Ecclesiis, el suplente Carlos Sánchez ni la “parlasuriana” Concepción de Villaalta, pese a sus lazos con el narcotráfico, enunciados en 2014 por una Comisión del Senado. Por cierto, el Ministerio Público no abrió investigación alguna luego de que el hoy candidato presidencial Mario Abdo Benítez haya comparado la Cámara Alta con un prostíbulo, insinuando claramente que se habían vendido votos para prorrogar la concesión de una ruta en favor de una empresa ligada al padre del ministro de Obras Públicas y Comunicaciones, Ramón Jiménez Gaona.
Este somero recuento que afecta a seis órganos de origen constitucional basta para mostrar el grado de podredumbre al que se ha llegado en las instituciones del Estado. Si el Congreso, el Poder Judicial, el Ministerio Público, el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, el Consejo de la Magistratura y la Contraloría General de la República están inficionados en sus más altos niveles, sería ilusorio esperar que pongan algún empeño en denunciar, investigar y, menos, sancionar a los bandidos. Pura “bolaterapia”, como se dice vulgarmente en nuestro país. Quienes están sospechados de haber incurrido en graves hechos de corrupción son tantos que ya no se puede presumir la inocencia de quienes ejercen una alta función pública, pese a lo que diga la Carta Magna.
La desvergüenza impune induce a muchos compatriotas a resignarse o hasta a creer que quien actúa con honestidad en el aparato estatal no es más que un tonto. Pese a todo, se debe proseguir la lucha contra los facinerosos, empezando por los grandes jerarcas, y confiar en que los ciudadanos y las ciudadanas se animen a denunciar cada vez más a quienes nadan en la opulencia a poco de ingresar en la función pública, o que llenan de parientes y amigos las oficinas que presiden.
Es inevitable que en toda sociedad haya muchos sinvergüenzas, pero no que casi todos estén empotrados en las cimas del poder. Al lamentable nivel de corrupción gubernamental a que ha llegado nuestro país, los gobernados ya solo pueden confiar en sí mismos, porque los delincuentes no tienen el menor interés en combatir a otros de igual calaña; los une la solidaridad en el delito. Por lo tanto, para expulsarlos del poder, los ciudadanos y las ciudadanas deben recurrir al arma más efectiva que posee un sistema democrático: la protesta pública expresada de manera firme y sostenida. Hay que defenderse de la agresión cotidiana de la basura política que sofoca al país.