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“En estos cinco años tienen la garantía de que este modelo se va a mantener; nosotros vamos a mantener a nuestro país competitivo. No vamos a alzar los impuestos y perder productividad en el Paraguay (aplausos); pero, así también, tenemos que invertir en este país”. Esto fue lo que afirmó de manera enfática el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, ante un importante grupo de productores en oportunidad de la inauguración de la Feria Agrodinámica Colonias Unidas, en noviembre del año pasado. Durante toda su campaña proselitista y luego de asumir la Presidencia, el Mandatario repitió en numerosas oportunidades que en ningún caso apoyaría un alza en las tasas impositivas.
Pese al compromiso público asumido, este mismo Ejecutivo ha conformado el año pasado sendas comisiones integradas por representantes públicos y privados, con el objeto de discutir y buscar acuerdos sobre reformas en varios frentes. En principio, la propuesta fue trabajar en dos objetivos prioritarios: incorporar ajustes en diferentes impuestos y avanzar en una reforma del Estado a fin de contener en parte el insultante despilfarro de los gastos públicos. Desde que se inició este trabajo, la comisión pro aumento de impuestos se reunió más de una treintena de veces; en cambio, la que debe plantear racionalizar los gastos lo hizo en dos pares de oportunidades. Pese a la propuesta inicial, tanto el Presidente como su hermano, el ministro de Hacienda Benigno López, han anticipado en las últimas semanas que en breve será enviado al Legislativo el proyecto de ley relacionado a los impuestos. El secretario de Estado, al igual que su viceministro de Tributación, Fabián Domínguez, han advertido que, exista o no acuerdo con el sector privado, la propuesta será presentada en los próximos días. López ha reconocido que las discusiones sobre los gastos se encuentran estancadas y que por ello primero se avanzará ante el Congreso en la reforma tributaria.
Se trata de una historia harto repetida y conocida en nuestro país. Tanto las reformas de 1991, tras la caída de la dictadura de Stroessner, durante la administración de Andrés Rodríguez, así como la del 2003 al asumir el gobierno de Nicanor Duarte Frutos en medio de una grave crisis económica, vinieron precedidas de promesas de las autoridades de turno de mejorar las erogaciones del Estado y de imponer un freno al carnaval de fondos públicos. Esta última reforma incluso contó con un pacto entre el Estado y amplios sectores empresariales para un importante espectro de reformulaciones en las normativas económicas vigentes, que incluyó un claro compromiso del Ejecutivo de trabajar en un plan para racionalizar el gasto público. Se cumplió con absolutamente todo lo pactado, excepto con lo relacionado a los gastos. Fue el único punto que quedó en el olvido y hasta hoy duerme el sueño de los justos.
Un recuento de lo que resultó de aquel impuestazo del 2003 permite observar que el Estado pasó de una recaudación anual de aproximadamente 800 millones de dólares a una de casi 4.000 millones de dólares en el 2018, con lo cual los ingresos impositivos del Fisco se quintuplicaron. El número de contribuyentes pasó de poco más de 300.000 en el 2004 a más de 800.000 al cierre del año pasado, es decir, casi se triplicó. Pese a estos alentadores resultados que demuestran una mayor carga sobre las espaldas de la ciudadanía y el avance contra la informalidad, la estructura de gastos no se modificó. Casi el 80% de los tributos sigue siendo tragado por los gastos en personal público. La cantidad de funcionarios creció de manera galopante pasando de 182.000 en la era Duarte Frutos a unos 300.000 al final del mandato de Horacio Cartes. Los privilegios escandalosos siguen saltando a diario a la luz pública, con jugosos beneficios a parientes, amigos, correligionarios y amantes, y ni siquiera es necesario describir la precariedad en la que sobreviven servicios fundamentales para la sociedad como los de salud y educación, donde los indicadores continúan muy por debajo de los niveles promedios de Latinoamérica.
Es reiterado el discurso de las sucesivas autoridades que nos recuerdan la supuesta baja presión tributaria que soporta el país, comparada con otros del mismo continente, sin ahondar en cuestiones fundamentales como la calidad del servicio que brindan las instituciones públicas y menos aún los costos adicionales a los que nos tienen acostumbrados muchos funcionarios, fruto de la corrupción. La carencia de servicios o aquellos que son ofrecidos de manera ineficiente se transforman en onerosos costos adicionales que deben afrontar los ciudadanos. El Poder Ejecutivo también sufre de amnesia en cuanto a otros temas más urgentes que se están transformando velozmente en verdaderas bombas atómicas, como la Caja Fiscal que al cierre del año pasado arrojó un saldo negativo de casi 650.000 millones de guaraníes. Tampoco muestra acciones decididas para afrontar la informalidad, calculada el año antepasado en casi 12.000 millones de dólares anuales, fruto del contrabando, las mafias y la falsificación de productos, donde el Fisco podría echar manos y saciar su apetito voraz. Ni se habla de la necesidad de cruzar informaciones entre las diferentes instituciones públicas para cazar a aquellos que nadan tranquilamente en la informalidad y se pasean orondamente por las calles, en muchos casos ocupando incluso cargos de relevancia en estamentos gubernamentales. Quizás no haya la valentía suficiente para alborotar el gallinero político.
Hasta el momento no se ha dado a conocer la versión definitiva del proyecto de ley, aunque los primeros datos apuntan a la intención de elevar las tasas de algunos productos alcanzados por el Impuesto Selectivo al Consumo (ISC); eliminar una parte importante de los gastos deducibles del Impuesto a la Renta Personal (IRP) para las inversiones, a fin de elevar la contribución de este segmento; eliminar el Impuesto a la Renta Agropecuaria (Iragro) e incorporar al sector productivo al Impuesto a la Renta Empresarial; renovar el tributo a los pequeños y medianos contribuyentes; hacer ajustes al Impuesto al Valor Agregado (IVA), sin tocar las tasas; entre muchas otras cosas. Aún queda por saber si tras el sospechoso contubernio político “abdocartollanista” se vendrán otras sorpresas con el torniquete fiscal.
Para tener un Paraguay serio es requisito fundamental consolidar las instituciones. Existen numerosas acciones por emprender, pero sin dudas uno de sus presupuestos básicos es que las autoridades cumplan sus promesas. La palabra debe retomar el valor que tenía antaño. Ya no existen inversores nacionales o extranjeros incautos para apostar a un país donde se dice una cosa y se hace otra. El presidente Mario Abdo ha prometido en numerosas ocasiones que no tocará las tasas de los impuestos con el objeto de mantener al país competitivo. Con base en este compromiso ha pedido a productores y empresarios nacionales y extranjeros que sigan confiando en el Gobierno y continúen invirtiendo. Por ello, si el Mandatario falta a su palabra estará infligiendo una grave herida al Paraguay y, de esa manera, se convertirá en un charlatán más que mintió al país y al mundo, como uno de los tantos que ya han pasado por el Palacio de López.