Más que la inmunidad, ofenden los privilegios indebidos

Este artículo tiene 6 años de antigüedad

La diputada Katya González (PEN) presentó un proyecto de ley que excluye la inmunidad de los parlamentarios de los delitos comunes y la restringe a las opiniones que emitan en tal carácter. La intención es encomiable porque, sin duda, la inmunidad parlamentaria es una prerrogativa que no debe servir para proteger a un presunto delincuente, aunque es imposible restringir mediante una ley lo que la Constitución establece. El problema no radica tanto en los fueros en sí como en la mala fe de los congresistas que apañan a sus colegas que delinquen, es decir, no tanto en las normativas vigentes como en las personas. Si se quiere limitar la inmunidad a la protección de las opiniones, habría que modificar la Constitución. Una cuestión más grave, también atribuible a la pésima conducta de los diputados y senadores, es la de los indignantes privilegios que se arrogan, a costa de los contribuyentes. Sin cuestionar la buena intención de reglamentar el art. 191 de la Ley Suprema, parece más urgente atacar los privilegios que se atribuyen los congresistas en perjuicio de la población.

La diputada Kattya González (PEN) presentó un proyecto de ley que excluye la inmunidad de los parlamentarios en los delitos comunes y la restringe a las opiniones que emitan en tal carácter. La intención es encomiable, pues el sentido original del fuero es, precisamente, precautelar la libertad de los legisladores frente a quienes, desde los Poderes Ejecutivo o Judicial, pretendieran coartarla reprimiendo sus dichos o si no impidiendo, entre otras cosas, que asistan a una sesión del Congreso.

El punto es que el art. 191 de la Constitución está formulado en términos tan amplios que puede ser invocado, entre otros, por quienes desean eludir la acción judicial ante delitos comunes, como el enriquecimiento ilícito. Tras disponer que ningún congresista puede ser acusado judicialmente por cuanto diga en el desempeño de sus funciones, la norma prohíbe detener a un legislador, salvo que fuere hallado en flagrante delito que mereciera pena corporal. Ella agrega que, en tal caso, la autoridad que intervenga lo custodiará en su residencia e informará del hecho, de inmediato, a la Cámara que integra y al juez competente. Resulta claro que una ley no puede establecer una excepción que no esté prevista en la propia Carta Magna y que, por tanto, no podría admitir la detención fuera del caso referido y en condiciones distintas. Es obvio que este procedimiento difiere del previsto para el común de las personas, como también que cuando un legislador o diputado es encausado, el juez interviniente debe comunicarlo a la Cámara respectiva para que, si halla méritos en el sumario, lo desafuere por mayoría de dos tercios para ser procesado.

Sin duda, la inmunidad parlamentaria es una prerrogativa que no debe servir para proteger a un presunto delincuente, pero es imposible restringir mediante una ley lo que la Constitución establece. Por cierto, la “inmunidad” de opinión la tiene cualquier persona en virtud del art. 26 de la Carta Magna, que garantiza “la libre expresión”. Desde luego, podría ser querellada por haber calumniado, difamado o injuriado a alguien, pero también podría serlo por tal motivo todo parlamentario que haya incurrido, fuera de sus funciones, en esos delitos de acción penal privada.

La diputada Celeste Amarilla (PLRA) querelló al senador Víctor Bogado (ANR) por haber denigrado la memoria de su difunto marido, fuera del ejercicio del cargo electivo, sin que se haya creído necesario privarlo de sus fueros para ser sometido a proceso.

Todos los beneficios, en un solo lugar Descubrí donde te conviene comprar hoy

El problema no radica tanto en los fueros en sí como en la mala fe de los congresistas que apañan a sus colegas que delinquen, es decir, no tanto en las normativas vigentes como en las personas. Si se quiere limitar la inmunidad a la protección de las opiniones, habría que modificar la Constitución. Una cuestión más grave, también atribuible a la pésima conducta de los diputados y senadores, es la de los indignantes privilegios que se arrogan, a costa de los contribuyentes. Es decir, habría que empezar a desmentir la célebre afirmación del diputado Carlos Portillo (PLRA), según la cual los legisladores no son como el común de los mortales, eliminando esas ventajas ilegítimas que se atribuyen los llamados representantes del pueblo. Dejando de lado que, en términos comparativos a nivel internacional, las excesivas dietas que perciben son insultantes en un país pobre como el nuestro, la ciudadanía tiene todo el derecho del mundo a repudiar que dispongan de tantos guardaespaldas policiales, que gocen de jubilación privilegiada, que usen y abusen de los vehículos oficiales para asuntos personales o político-partidarios, que acostumbren viajar a lugares turísticos del exterior con todos los gastos pagos y que instalen como “asesores” a sus respectivas clientelas y parentelas en el propio Congreso.

Esas fechorías ofenden a nuestros compatriotas más que lo que disponga la Constitución en materia de inmunidades. Si el tráfico de influencias o la venta de votos quedan impunes no es tanto por lo que ella establece, sino por el perverso empleo de los fueros por obra y gracia de los propios parlamentarios. De vez en cuando, uno de ellos resulta imputado por el Ministerio Público, pero todos se aprovechan cada día de los privilegios que se otorgan mediante el Presupuesto y sus buenas relaciones con la Presidencia de una de las Cámaras o hasta con las autoridades de otros organismos estatales. Tal comportamiento no puede ser regulado por alguna normativa, por la simple razón de que ella es ignorada sistemáticamente. El nepotismo está prohibido, pero la ley es burlada por los parlamentarios porque sus parientes son enchufados por el presidente de la Cámara respectiva y no por ellos mismos. Se trata de una cuestión moral, de buena fe, que no será corregida mientras los propios ciudadanos no señalen con el dedo a quienes se valen de sus bancas para su propio beneficio y para el de sus allegados, sin importarles un bledo el interés general.

Tan arraigados están ciertos malos hábitos que es muy probable que la gran mayoría de quienes sientan sus reales en el Palacio Legislativo no tengan conciencia del delito o de la inmoralidad que implica valerse del cargo electivo para llenarse los bolsillos, entre otras cosas. El ya citado diputado altoparanense Portillo, hoy encausado por el hecho punible de tráfico de influencias, fue muy sincero al afirmar que él y sus colegas son una suerte de “raza superior” y actuó con toda naturalidad al pedir dinero para influir en una decisión judicial.

Sin cuestionar la buena intención de reglamentar el art. 191 de la Ley Suprema, parece más urgente, en suma, atacar los privilegios que se atribuyen los congresistas en perjuicio de la población, sobre todo a través del Presupuesto anual que ellos mismos sancionan, mucho más fácil que modificar la Constitución. En este país las leyes se acatan, pero no se cumplen. Se pueden promulgar los mejores del mundo, pero serán letra muerta mientras no sean aplicadas, para empezar, a los mismos que las elaboran.