El fallo que condenó a 39 años de prisión al autor intelectual de la muerte de nuestro corresponsal Pablo Medina y la de su acompañante Antonia Almada, dictado por el Tribunal de Sentencia que integran Ramón Trinidad Zelaya, Janine Ríos y Benito González, bien puede calificarse de excepcional en más de un sentido.
El narcotraficante Vilmar Acosta Marques fue un intendente de Ypejhú, allegado a la diputada Cristina Villalba, amiga del presidente de la República, que se comportaba como señor de vidas y haciendas. Creía que su poder económico y su pertenencia a la clase política dominante le asegurarían la impunidad por el doble asesinato, cuyos autores materiales fueron su hermano Wilson, aún prófugo, y su sobrino Flavio Acosta, hoy recluido en el Brasil, donde será juzgado.
En verdad, razones no le faltaban para suponer que podría quedar impune, atendiendo el notorio sometimiento de la Justicia y del Ministerio Público al poder político, así como ciertas experiencias suyas no muy lejanas. De hecho, el 18 de febrero de 2011 fue imputado con su padre, debido al hallazgo de restos óseos humanos en una propiedad familiar, pero el caso terminó en la nada. Ni siquiera fue investigado por el homicidio del que fue víctima, el 1 de agosto de 2014, su antecesor en el cargo y rival político Julián Núñez, pese a que, según testigos, fue perpetrado por parientes suyos, entre ellos Wilson, con una escopeta igual a la que sería empleada poco después en el doble crimen del 16 de octubre de 2014.
Dados estos antecedentes, el delincuente de marras creyó que la muerte de Pablo Medina, que había revelado sus fechorías sin que se inmutaran ni la Senad ni el Ministerio Público, no le ocasionaría ningún contratiempo. Así, cumpliendo sus reiteradas amenazas, decidió acallarlo para siempre, cometiendo un grave error de cálculo, en el que habrán incidido la condición de periodista del occiso, así como la pronta y enérgica reacción de sus colegas. Con toda certeza, si hubiera mandado ultimar a una persona desconocida por haberle causado alguna molestia, el Ministerio Público no habría actuado como lo hizo esta vez y Vilmar Acosta Marques ni siquiera habría sido procesado. Se equivocó de víctima y sobrestimó la protección que podía brindarle, por ejemplo, la “Madrina del Norte”, con quien se comunicó por teléfono luego del atentado.
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Es de lamentar, por cierto, que la agente fiscal Sandra Quiñónez haya quedado satisfecha con el supuesto contenido del diálogo referido por la diputada, sin requerir a la compañía telefónica la grabación correspondiente. Con todo, cabe reconocer que se mostró mucho más diligente que el común de sus colegas cuando un político está sospechado de haber delinquido. Tras dictarse la dura condena ajustada a Derecho, declaró que “se ha demostrado que en Paraguay no hay impunidad”, que no se permitiría que un narcopolítico siegue vidas impunemente y que podía prometer “no más impunidad”. Es improbable que la última parte de sus dichos, que con lo de “no más” desmiente a la primera, se haga realidad, dado que la sentencia en cuestión puede considerarse extraordinaria.
El Ministerio Público y el Poder Judicial seguirán sometidos a los poderes políticos, mientras la basura acumulada no sea barrida del aparato estatal mediante una pacífica rebelión cívica, tal como hace poco apuntaron sectores empresariales del país. Duele decirlo, pero cuesta creer que los secuaces de los narcotraficantes, instalados en los tres poderes del Estado, estén muy inquietos por lo acontecido a Vilmar Acosta Marques, aunque la sentencia emitida sea “un paso importante en la lucha contra la impunidad que destruye los sistemas judiciales”, según el encargado de negocios de la Embajada de EE.UU., Hugo Rodríguez. Ella también tiene la particularidad de haber recaído sobre el autor moral del crimen de un periodista, algo nunca visto en nuestro país, como bien destaca un comunicado del Foro de Periodistas del Paraguay. En efecto, los “instigadores” del asesinato de Santiago Leguizamón, cometido el 26 de abril de 1991 en Pedro Juan Caballero, quedaron impunes, al igual que los autores materiales. Se advierte así que la opinión pública ha influido esta vez más que antes para impedir que un miembro del crimen organizado se salga con la suya, quedando exento de la sanción de ley.
Los deudos de Pablo Medina expresaron su satisfacción por haberse hecho justicia, pero debemos recordar que dos hermanos suyos, también periodistas, fueron ultimados entre 2001 y 2002, sin que los autores intelectuales hayan sido identificados. El dolor repetido de los familiares de quien fue nuestro valiente corresponsal en Curuguaty muestra que los bandidos que ensangrientan el país creían poder continuar eliminando a quienes los denuncian sin sufrir las consecuencias de rigor.
Desde luego, es de lo más deseable que la condena que aplaudimos siente un precedente que impulse a los agentes fiscales y a los jueces a perseguir y a castigar a los mafiosos ligados al poder político, pero debe insistirse en que es necesario un saneamiento a fondo de los órganos que integran, y que ello requiere una amplia movilización ciudadana. Vilmar Acosta Marques no es el único exponente de la narcopolítica, como se sabe al menos desde noviembre de 2014, cuando una Comisión del Senado denunció por sus nexos con el narcotráfico a los diputados titulares Marcial Lezcano, Bernardo Villalba y Freddy D’Ecclesiis, al suplente Carlos Sánchez y a la “parlasuriana” Concepción de Villaalta, sin que hasta hoy, por cierto, se tomara medida alguna contra estos impresentables. Habrá otros más, que seguirán metiendo sus garras en el Ministerio Público y en el Poder Judicial para evitar que ellos mismos y sus patrones del crimen organizado vayan alguna vez a hacerle compañía al exintendente de Ypejhú. Ellos están en libertad y hasta podrían ser reelectos para seguir deshonrando el Congreso, de modo que este triunfo contra la impunidad, que celebramos, no debe ocultar que tenemos aún mucho que hacer y que exigir para que el Paraguay se libre de los delincuentes instalados en su aparato estatal.