No esperar a que explote el polvorín de las cárceles

El ministro de Justicia, Julio Javier Ríos, ordenó el cierre temporal de la Penitenciaría Nacional de Tacumbú ante “la imposibilidad física y logística de albergar más internos en el lugar”. El titular de Establecimientos Penitenciarios, Blas Martínez, dijo que la población de ese penal es de 4.200 personas, para una capacidad de 3.600, pero siempre se señaló que dicha capacidad no sobrepasa las 2.000 personas. El recuento de todos los males que suceden allí podría ser interminable, pero sin duda alguna, la fuente –que si no es la única, es al menos la principal de todos los vicios, ilicitudes y abusos que allí existen y proliferan– constituye la enorme desproporción que existe entre la capacidad del recinto, el número de reclusos y los que tienen que dirigir la institución. Se está llegando a límites intolerables, ya que las cárceles se están convirtiendo en polvorines que pueden estallar en cualquier momento. En consecuencia, se trata de un problema cuyo tratamiento ya no admite demoras, sino su inmediata atención, para no reaccionar recién cuando se produzca alguna tragedia que se podía evitar.

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El ministro de Justicia, Julio Javier Ríos, ordenó el cierre temporal de la Penitenciaría Nacional de Tacumbú, ante “la imposibilidad física y logística de albergar más internos en el lugar, ya que el alto grado de hacinamiento incrementa los casos de violencia entre las personas privadas de libertad”, según dijo. Al mismo tiempo, dispuso la reapertura de las cárceles de Emboscada para recibir a los nuevos reclusos. El director de Establecimientos Penitenciarios, Blas Martínez, informó que la población allí ascendía a 4.200, para una capacidad de 3.600 personas. Sin embargo, siempre se señaló que dicha capacidad no sobrepasa las 2.000 personas. Por su parte, el obispo Ignacio Gogorza, celebrante principal del Te Deum de las recientes fiestas patrias, también expresó en un párrafo la preocupación de la Iglesia Católica por nuestra cárcel principal. “Es lamentable la situación del sistema penitenciario. El establecimiento ha llegado a índices de niveles preocupantes. La provisión alimentaria, el uso de pasillos en la intemperie para vivir, el cáncer de la droga y el alto porcentaje de personas no condenadas hacen de un lugar de reclusión un lugar de exclusión que no promueve la rehabilitación”, afirmó, apelando a informes de la Pastoral Social Penitenciaria.

En esta última semana, cuatro internos de la Penitenciaría de Tacumbú se enfrentaron con armas blancas, de los cuales dos fallecieron y uno quedó gravemente herido, elevando a siete la cantidad de fallecidos en enfrentamientos similares en lo que va del año. A estos hechos fatales quedan por agregar las numerosas grescas que si bien no necesariamente acaban en muertes, enfrentan a miembros de pandillas que se forman adentro de la institución, en conflicto por la supervivencia. Ellas nacen a partir de juegos de intereses, dominios territoriales o simples tribalismos impulsados por las condiciones de existencia que padecen los reclusos. 

Entre otras tantas irregularidades que soporta la Penitenciaría de Tacumbú, puede recordarse que hace poco más de dos años se denunció públicamente que se edificaron allí ocho celdas “vips” destinadas a reclusos adinerados, que más que celdas eran dormitorios bien equipados con toda suerte de comodidades que, por supuesto, cuestan a sus usuarios una buena suma de dinero mensual, lucro que va a parar a los bolsillos de los que manejan el negocio. A lo que debe agregarse el tráfico de mercaderías restringidas o prohibidas dentro del recinto, tales como bebidas alcohólicas, tabaco, marihuana y otras drogas estupefacientes. Este movimiento comercial marginal era y es organizado y administrado, o bien por funcionarios de la institución, o bien por internos que poseen medios y conexiones adecuados; y, en la mayoría de los casos, por sociedades de hecho conformadas entre ambos. 

A raíz de estas denuncias, el Ministerio de Justicia resolvió en su momento la intervención del penal por 90 días, asegurando que, de comprobarse las irregularidades, tomaría medidas legales y punitivas, lo que, por supuesto, no pasó de ser otro procedimiento más a los que esa cartera de Estado suele recurrir en muchos casos similares que se le presentan periódicamente. Porque los directores de la penitenciaría pasan, uno tras otro, a lo largo de los años, de los períodos políticos y de otras circunstancias, y las condiciones de esa carcel continúan igual, si no peor. 

El recuento de todos los males que suceden allí podría ser interminable, pero, sin duda alguna, la fuente –que, si no es la única es al menos la principal de todos los vicios, ilicitudes y abusos que allí se encuentran y proliferan– constituye la enorme desproporción que existe entre la capacidad del recinto, el número de reclusos y los que tienen que dirigir la institución. 

No está de más repetir asertos reiterados en artículos publicados sobre criminalística y de los recitados que se prodigan con relación a los derechos humanos fundamentales: los presos están privados de su libertad para ser readaptados y proteger a la sociedad contra los individuos que atentan contra ella. En relación con la preocupación expresada por el obispo Gogorza sobre la mezcla indiscriminada de los reclusos, vale la pena recordar la clara disposición constitucional de que “la reclusión de personas detenidas se hará en lugares diferentes a los destinados para los que purguen condenas”. Esta norma es letra muerta.

El hecho de que las personas estén en una cárcel no significa que se les suspenda su condición de seres humanos mientras dure su reclusión, que se les prive de sus derechos humanos, que también los tienen, al margen de las condenas que deben cumplir. Los pilares que sostienen la dignidad humana de ningún modo deberían ser debilitados –mucho menos suprimidos– por regímenes penitenciarios que rebajan a dichas personas a niveles inaceptablemente indignos. De lo contrario, las cárceles se convierten en escuelas de delitos en vez de reformatorios de las conductas de los reclusos, quienes tienen que delinquir en su cautiverio para sobrevivir en medio del hacinamiento y de las privaciones. 

Tantas veces se ha anunciado la construcción de cárceles modernas, se han destinado rubros, sin resultados visibles. Se habló de una “cárcel fantasma” porque el presupuesto se “gastó”, pero la obra no se construyó. Es decir que la corrupción de nuevo estuvo en el centro del problema. Pero se está llegando a límites intolerables, ya que las cárceles se están convirtiendo en polvorines que pueden estallar en cualquier momento. En consecuencia, se trata de un problema cuyo tratamiento ya no admite demoras, sino su inmediata atención, para no reaccionar recién cuando se produzca alguna tragedia que se podía evitar.

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