No olvidar los mensajes de Juan Pablo II

Hace 30 años, el papa Juan Pablo II pisó estas tierras. Fue un suceso histórico, de singular relevancia para un país que no suele figurar en la agenda de quienes influyen en los acontecimientos mundiales. El ilustre visitante llegó a un Paraguay oprimido por la sanguinaria dictadura de Alfredo Stroessner, que agonizaba gracias al despertar ciudadano y a la valentía de referentes de la Iglesia Católica. El sucesor de Pedro vino al país para afianzar la fe y, sobre todo, para respaldar la labor de la Iglesia local, cuyos representantes eran calumniados permanentemente por los personeros de la dictadura, a través de los medios de comunicación del Estado. El mensaje de Juan Pablo II sigue siendo un desafío: para la Iglesia, que no debe estar arrinconada en sus templos, y para los paraguayos y las paraguayas, que no deben transigir con la corrupción ni con la mediocridad. Este llamado sigue tan vigente como antes, en un país que necesita el concurso de todos sus hijos para superar en democracia la pobreza, eliminar las injusticias y erradicar la arbitrariedad.

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Hace 30 años, el papa Juan Pablo II pisó estas tierras. Fue un suceso histórico, de singular relevancia para un país que no suele figurar en la agenda de quienes influyen en los acontecimientos mundiales. El ilustre visitante llegó a un Paraguay oprimido por la sanguinaria dictadura de Alfredo Stroessner, que agonizaba gracias al despertar ciudadano y a la valentía de referentes de la Iglesia Católica. El recordado monseñor Ismael Rolón, entonces presidente de la Conferencia Episcopal Paraguaya, se enfrentaba al tirano y a sus secuaces por los gravísimos atropellos a los derechos humanos.

El cardenal polaco Karol Józef Wojtyla fue elegido papa el 18 de octubre de 1978, habiendo tomado el nombre de Juan Pablo II. Poco después de haber asumido el pontificado, inició una serie de visitas a diversos países del mundo, abriéndose así la posibilidad de que algún día también llegara a nuestro continente. Argentina, Brasil, México y otros países latinoamericanos ya habían tenido la satisfacción de haber visto al “Mensajero de la Paz”, de modo que se planteaba la pregunta de cuándo vendría al Paraguay. La noticia oficial la dieron a conocer los obispos del Paraguay, reunidos en Caacupé el 8 de diciembre de 1987: “Desde hace varios años estábamos aguardando la concreción de este anhelo largamente acariciado. Ha querido la Providencia que guía el destino de los hombres y de los pueblos, que llegara ese momento. Y es justamente en torno a la festividad de Caacupé, de tan cara resonancia en el corazón del pueblo paraguayo, que hacemos este anuncio: en el mes de mayo (16, 17 y 18) de 1988, Dios mediante, el papa Juan Pablo II pisará este suelo tan querido del Paraguay”, decía el comunicado de la Conferencia Episcopal Paraguaya.

La dictadura perseguía con saña a quienes tenían la valentía y la dignidad de oponerse a sus desmanes. El ambiente político se enrareció aún más con la instalación en la Junta de Gobierno de la ANR del llamado “Cuatrinomio de Oro”, con Sabino Augusto Montanaro a la cabeza, que antes que pacificar los ánimos, lanzaba amenazas de todo tipo, que no pocas veces generaban detenciones arbitrarias.

El gran día llegó el 16 de mayo de 1988. Hacia las 08:00, un diluvio se abatió sobre Asunción y el viento del sur bajó notablemente la temperatura, pero Ñu Guasu ya era el centro de peregrinación de decenas de miles de compatriotas. En el aeropuerto internacional, llamado entonces Alfredo Stroessner, los técnicos estudiaban la posibilidad de que el vuelo fuera desviado a la ciudad Corrientes, dada la inclemencia del tiempo. Entretanto, el Paraguay entero esperaba con ansias la visita del Sumo Pontífice. La lluvia seguía implacable, pero finalmente, minutos después de las 13:00, los altoparlantes anunciaban que Juan Pablo II ya estaba en el Paraguay.

El sucesor de Pedro vino al país para afianzar la fe y, sobre todo, para respaldar la labor de la Iglesia local, cuyos representantes eran calumniados permanentemente por los personeros de la dictadura, a través de los medios de comunicación del Estado.

“No se puede arrinconar a la Iglesia en sus templos, como no se puede arrinconar a Dios en la conciencia de los hombres”, expresaba Karol Wojtyla sin ningún pestañeo, dirigiéndose al mandamás absoluto que reinaba a voluntad y mantenía a los paraguayos como prisioneros de una cárcel. Exigía ya una “Iglesia en salida”, tal como desea el actual papa Francisco, a quien también tuvimos la dicha de conocer cuando el 2015 visitó al Paraguay.

Juan Pablo II dejó un gran regalo, como lo fue la canonización del compatriota San Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires. Durante su estadía, visitó a indígenas chaqueños y se reunió con labriegos y jóvenes. A estos últimos, les instó a ser fermentos de la nueva sociedad. “Si un árbol está seco y los jóvenes quieren hacerlo florecer, pueden hacerlo”, exclamó el Papa polaco en el encuentro con los “Constructores de la Sociedad”, entre los que figuraban empresarios, dirigentes sindicales, docentes, periodistas, estudiantes, líderes campesinos y profesionales liberales.

Demostrando su irritación por la visita del Santo Padre, ninguno de los funcionarios del Gobierno asistió a esa cita. Las sillas reservadas para ellos estaban vacías. No querían escuchar lo que a continuación les diría el Papa sin contemplaciones. “El Papa quiere proclamar ante vosotros, constructores de la sociedad, la certeza de que la verdad debe ser la piedra fundamental, el cimiento sólido de todo el edificio social”. Insinuó así, con bastante claridad, que la mentira del gobierno stronista no iba a durar mucho tiempo.

El mensaje de Juan Pablo II sigue siendo un desafío: para la Iglesia, que no debe estar arrinconada en sus templos, y para los paraguayos y las paraguayas, que no deben transigir con la corrupción ni con la mediocridad. Este llamado sigue tan vigente como antes, en un país que necesita el concurso de todos sus hijos para superar en democracia la pobreza, eliminar las injusticias y erradicar la arbitrariedad. Es de esperar que las palabras del Santo Padre sigan cayendo en suelo fértil.

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