Una gran cantidad de campesinos paraguayos continúan marginados del goce de los bienes materiales y culturales, a los que tienen derecho en un marco de igualdad de oportunidades. Pese al sostenido crecimiento económico del país de los últimos años, una parte importante de esa franja poblacional sigue sumida en la pobreza e incluso en la pobreza extrema, hasta el punto de no poder satisfacer sus necesidades básicas. Se los menciona a menudo como destinatarios de diversas políticas públicas, pero en la realidad están excluidos del desarrollo.
Sufren carencias porque su ignorancia les impide emplear métodos modernos de cultivo, porque están aislados de los centros de abasto y consumo, y porque no tienen acceso a la salud ni a la educación públicas.
A su vez, lastradas por la corrupción, el clientelismo y la ineptitud, las entidades públicas que deberían promover el bienestar rural se muestran incapaces de cumplir su cometido. El programa de “agricultura familiar”, lanzado en 2014 por el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG), terminó en menos de dos años sin resultados visibles.
Se ha constatado que el Crédito Agrícola de Habilitación otorga préstamos –que no son devueltos– hasta a maestros y funcionarios que no tienen la menor intención de sembrar. El Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (Indert) sigue actuando a ciegas porque no cuenta con los datos de un catastro y de un censo rural, que le permitan conocer la disponibilidad de las tierras y la titulación de los predios.
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Desde la época de la dictadura de Alfredo Stroessner se sabe que no basta con distribuir títulos de propiedad. Los títulos son una condición necesaria pero no suficiente para el desarrollo rural, lo que supone que, además, hace falta una acción concertada de los órganos estatales.
El Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones, por su parte, debe construir rutas y caminos transitables todo el año, para que lo cosechado ingrese a tiempo a los mercados que en cierto momento sean los más convenientes para los productores.
Al ser la ignorancia uno de los factores principales que impiden salir de la pobreza, al Ministerio de Educación y Cultura debería inquietarle que la baja tasa de retención escolar del país –solo un promedio del 30% de los estudiantes completan el nivel secundario– afecte principalmente a los sectores campesinos, y actúe en consecuencia para corregir esta triste estadística.
En esta tarea de preparar y acompañar a los campesinos también ocupa un lugar preponderante el Servicio de Extensión Agrícola, dependiente del MAG, cuyo cometido es de capital importancia para aumentar la capacidad productiva de los labriegos. Estos nunca podrán prosperar mientras sigan empleando instrumentos de labranza primitivos. El citado Servicio no tiene suficientes técnicos para asesorar a todos los productores que lo requieran, porque el plantel del MAG está formado por una mayoría de burócratas instalados en Asunción.
También las Escuelas Agrícolas pueden y deben contribuir mucho a la capacitación de los labriegos, pero, en vez de fortalecerlas, en una decisión repudiable el Ministerio de Hacienda cercenó este año el presupuesto de 19 de ellas, todas católicas, impidiendo la capacitación de más de mil jóvenes del campo. Debe insistirse en la necesidad de que los campesinos se familiaricen con las exigencias de la agricultura moderna, pues no saldrán adelante mientras sigan aferrados a la azada y a la foiza.
Tras este repaso de los organismos del Estado vinculados con el agro, no puede dejar de mencionarse a la Unión de Gremios de la Producción (UGP), la Asociación Rural del Paraguay (ARP), la Coordinadora Agrícola del Paraguay y la Cámara Paraguaya de Exportadores de Cereales y Oleaginosas (Capeco), entre otras grandes entidades del sector privado, que tienen también mucho que aportar a los labriegos. De hecho, suelen colaborar en la capacitación de los agricultores como parte de la cadena productiva, e incluso en la formación de capataces y peones. Pero, sin duda, hace falta que acentúen mucho más su participación como agentes multiplicadores, a despecho del ataque de ciertos grupos cegados por la ideología que tratan de impedir la inserción de los campesinos en la modernidad. Estas grandes entidades privadas no deberían recordar la existencia de campesinos pobres en los alrededores de sus fincas solo cuando saltan sus alambradas impulsados por las necesidades.
Sin embargo, todos los empeños serán estériles con aquellos destinatarios que no demuestren deseos de superación, es decir, si se mantienen en seguir vegetando o esperando que el Estado les entregue de vez en cuando una limosna llamada subsidio, que no les sirve para superar su pobreza sino para fomentar entre ellos una actitud dependiente y pedigüeña.
Por eso, hay que convencer al campesino de que sí puede avanzar mediante su trabajo inteligente y tesonero, y de que para ello no precisa mudarse a la ciudad ni al extranjero. Pocas dudas caben de que arraigado en la tierra que le pertenece, el campesino podría mejorar su nivel de vida, reforzando su autoestima y generando así un círculo virtuoso, si es que las entidades públicas y privadas le crean un marco adecuado.
Dignificar al campesino para ayudarle a romper las cadenas de la pobreza que lo oprimen y mortifican sería una demostración genuina del amor al prójimo que Jesús predicó a costa de su vida. En homenaje a esta misión de tanto sentimiento cristiano, es de esperar que esta Semana Santa nos sirva, además de orar por el progreso material y espiritual de nuestros compatriotas necesitados, también para comprometernos a ayudarle a bregar por mejorar su bienestar en esta vida.