Nos demuestran cómo se destruye un país

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Cuando de hecho no rigen las leyes ni las ordenanzas municipales, rige la ley del más fuerte o la de quien soborna para que se le permita atentar contra derechos ajenos. En una palabra, impera la barbarie. El microcentro de Asunción es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando las normativas dictadas en función del interés general son violadas ante la indiferencia o la complicidad de las autoridades. Las plazas están en vías de convertirse en mercados persas, en los que los vecinos apenas pueden sentarse en un banco porque los puestos de venta de comidas, de artesanías, de baratijas o de ropa ocupan gran parte del espacio. Donde en otros tiempos las bandas de música ofrecían una alegre retreta para solaz de los vecinos y visitantes, hoy solo se escuchan las ofertas de vendedores de productos varios. Ellos, o sus patrones, son hoy los verdaderos dueños de esas plazas degradadas con el visto bueno del Gobierno comunal. En la práctica, esos bienes del dominio público están “privatizados”, lo mismo que las calles y las veredas. Las víctimas de estos atropellos están indefensas, pese a que la Municipalidad cuenta con una Defensoría Vecinal.

Cuando de hecho no rigen las leyes ni las ordenanzas municipales, rige la ley del más fuerte o la de quien soborna para que se le permita atentar contra los derechos ajenos. En una palabra, impera la barbarie. El microcentro de Asunción es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando las normativas dictadas en función del interés general son violadas ante la indiferencia o la complicidad de las autoridades. Las plazas Juan E. O’Leary, de la Libertad y de la Democracia están en vías de convertirse en mercados persas, en los que los vecinos apenas pueden sentarse en un banco porque los puestos de venta de comidas, de artesanías, de baratijas o de ropa ocupan gran parte del espacio. En la última de las nombradas –un adefesio de cemento construido bajo la gestión del exintendente Carlos Filizzola– solo hay un par de tablones que fungen de asientos, a los que ningún árbol da sombra y los cuales ni el exintendente ni edil alguno habrán utilizado nunca. Donde en otros tiempos las bandas de música ofrecían una alegre retreta para solaz de los vecinos y visitantes, hoy solo se escuchan las ofertas de vendedores de productos varios. Ellos, o sus patrones, son hoy los verdaderos dueños de esas plazas degradadas con el visto bueno del Gobierno comunal. En la práctica, esos bienes del dominio público están “privatizados”, lo mismo que las calles y las veredas.

Junto a la plaza Juan E. O’Leary, por ejemplo, un gran puesto fijo de comida rápida ocupa unos veinte metros cuadrados de la calle Nuestra Señora de la Asunción, está conectado “clandestinamente” con la red de la ANDE, arroja aguas servidas e instala en la acera mesas y sillas. Fue intervenido en noviembre y en febrero último por la ANDE, que a la vez formuló una denuncia ante el Ministerio Público, pero esta es la hora en que el delito continúa. La Municipalidad no se ha dado por enterada, acaso porque sus inspectores también son “coimeados” por el dueño del local, tal como lo fueron unos agentes de la Policía Nacional, según una testigo, la misma que reveló a este diario que dos empleados de la ANDE desconectaron el local durante el día, para que otros volvieran a conectarlo a la noche.

Esta barbaridad, que se sigue cometiendo a vista y paciencia de las entidades públicas, muestra que la corrupción o la indolencia fomentan el atropello cotidiano al bienestar de la población. Aparte de las plazas y de las calles, también las veredas son arrebatadas por los vendedores instalados en ellas, con permiso municipal o sin él, obligando a los peatones a sortearlos, incluso saliendo a la calle. Una dársena construida en Nuestra Señora de la Asunción y Herrera fue ocupada por un puesto de comida rápida y hasta por una cerrajería, que obstaculizan la visión de quienes circulan por la primera de las calles y pretenden doblar a la mano izquierda: las ochavas son obligatorias justamente para facilitar la percepción, pero la Municipalidad permite o tolera que se violen sus normativas porque, en definitiva, no se siente obligada a servir a los vecinos. Quienes pagan sus impuestos para el mantenimiento y la limpieza de los bienes del dominio público municipal están privados del uso normal de ellos, en beneficio de quienes sobornan a los funcionarios municipales o integran la clientela política de las autoridades.

Las plazas, calles y aceras se han convertido –no solo en el microcentro de Asunción– en una suerte de tierra de nadie, en la que puede instalarse cualquiera que tenga algún nexo político o monetario con quienes pueden tomar decisiones. Si los inspectores dejan hacer por corrupción, la indolencia del intendente y los ediles responde más bien al crudo populismo: los “pobrecitos” que de hecho se apropian de los bienes del dominio público municipal “tienen que ganarse el pan de algún modo”, aunque ello implique vulnerar las ordenanzas y alejar a los vecinos de las plazas, expulsar a los peatones de las veredas y restringir el tránsito.

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Las víctimas del atropello cotidiano están indefensas, pese a que la Municipalidad cuenta con una Defensoría Vecinal. Como nadie se ocupa de sus legítimos intereses, solo resta que ellas mismas se levanten en salvaguarda del patrimonio de todos, tal como lo han hecho quienes han alzado la voz ante la indignante entrega del paseo central de la avenida Acuña de Figueroa (Avenida Quinta). El silencio de la gente favorece la reiteración de los abusos, consentidos por la administración municipal. Es preciso exigir, entre otras cosas, que las plazas arriba mencionadas, lo mismo que las aceras y las calles del microcentro asunceno y de otras partes de la ciudad, estén realmente a disposición de los vecinos.

Reivindicando sus derechos, podrán los ciudadanos y las ciudadanas salvar de su destrucción progresiva no solo a la capital, sino a todo el país. Porque lo que ocurre en Asunción se repite en todas partes. La ley del más fuerte seguirá teniendo vigencia y los delincuentes seguirán pisoteando el bien común mientras la ciudadanía no se disponga a combatir la voracidad de los prepotentes y de los corruptos. Aparte de coraje, para adoptar esa actitud en legítima defensa, hace falta perseverancia, porque si es fácil instaurar la barbarie, no lo es tanto restablecer una conducta civilizada.

Un Gobierno municipal que no tiene ni el interés ni el coraje de hacer respetar los derechos de la enorme mayoría, está traicionando vilmente a los vecinos. Los ciudadanos y las ciudadanas deben tenerlo presente para no votar nunca más a sus integrantes en las próximas elecciones.