Paraguay, un país sin líderes

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La épica historia del Paraguay, proyectada sobre el telón de fondo del tiempo transcurrido desde su independencia hace 207 años, nos ofrece una heterogénea visión de la personalidad de los ciudadanos en cuyas manos el destino puso la conducción política, económica, militar y social de la República, tanto en tiempos de paz como de guerra, de democracia como de dictadura. En esa galería de exmandatarios se perfilan tanto héroes como villanos. Estadistas de fuste comparten el sitial de honor con rufianes políticos, así como con dictadores sanguinarios y demócratas a carta cabal. Con el golpe militar que derrocó al dictador Stroessner en 1989 advino la libertad, y por primera vez en nuestra historia se procedió a articular una Constitución genuinamente democrática, con participación de líderes de todos los partidos y movimientos políticos elegidos por los ciudadanos en comicios libres. Ha transcurrido más de una generación desde aquel memorable e inédito suceso, tiempo suficiente para que en la actualidad tengamos una pléyade de líderes políticos imbuidos de nacionalismo democrático y de una ética de responsabilidad centrada en la honestidad de desempeño en los cargos públicos. Lamentablemente, las semillas de la democracia no han germinado en la arena de la sociedad política paraguaya. La falta de liderazgo es notoria.

La épica historia del Paraguay, proyectada sobre el telón de fondo del tiempo transcurrido desde su independencia hace 207 años, nos ofrece una heterogénea visión de la personalidad de los ciudadanos en cuyas manos el destino puso la conducción política, económica, militar y social de la República, tanto en tiempos de paz como de guerra, de democracia como de dictadura. En esa galería de exmandatarios se perfilan tanto héroes como villanos. Estadistas de fuste comparten el sitial de honor con rufianes políticos, así como con dictadores sanguinarios y demócratas a carta cabal.

En esa fauna de políticos prominentes descuellan con sus luces y sombras el doctor Gaspar Rodríguez de Francia y don Carlos Antonio López, los padres forjadores de nuestra nación. Les sigue nuestro héroe máximo, el mariscal Francisco Solano López. Tras su inmolación en Cerro Corá, advinieron los gobernantes de posguerra. Algunos, héroes y patriotas, como el general Bernardino Caballero. Otros, en cambio, rufianes codiciosos como Salvador Jovellanos, quien lideró desde el Gobierno la arrebatiña de los 2,5 millones de libras esterlinas provenientes de los tristemente célebres “empréstitos de Londres”. 

Con el correr del tiempo, mientras la Patria renacía lentamente de sus cenizas como el Ave Fénix de la leyenda, se fueron turnando gobernantes buenos y malos, hasta el fin de la Guerra del Chaco. Entre los primeros, el austero presidente Manuel Franco y el visionario estadista Eligio Ayala, quienes junto con Eusebio Ayala fueron los artífices de la victoria paraguaya en dicha contienda, sin olvidar al conductor, el mariscal José Félix Estigarribia. 

Como sucediera tras el fin de la guerra contra la Triple Alianza, la victoria en la Guerra del Chaco no propició la emergencia de líderes políticos genuinos, patriotas y honestos, imbuidos de un nacionalismo renovado para el tiempo de paz, con liderazgo suficiente para aglutinar a la heroica generación sobreviviente de la guerra y forjar así una causa nacional centrada en un sistema democrático de Gobierno. En vez de eso, como en el pasado, se retornó a la anarquía política, con el golpe de Estado contra el Gobierno del Presidente de la Victoria, Eusebio Ayala, que encumbró brevemente al coronel Rafael Franco como presidente de facto, cuando aún no se había firmado siquiera el tratado de paz y de límites con Bolivia. 

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El resto de la historia es conocido por reciente: la efímera presidencia del mariscal José Félix Estigarribia, la dictadura de ocho años del general Higinio Morínigo, la anarquía política que siguió a su caída, hasta el golpe de Estado del 4 de mayo de 1954 que encumbró al general Alfredo Stroessner, quien, en vez de restaurar el estado de derecho –como la ciudadanía esperaba–, optó por instaurar una feroz y larga dictadura que duró casi 35 años. 

Finalmente, con el golpe militar de febrero de 1989 que depuso al dictador, advino la libertad, garantizada a la sociedad política en particular, y a la sociedad civil en general, mediante el liderazgo institucional del general Andrés Rodríguez, para que por primera vez en toda nuestra historia ellas procedieran a articular una Constitución genuinamente democrática, como marco de convivencia cívica. Tomaron parte en esa tarea líderes de todos los partidos y movimientos políticos elegidos por los ciudadanos en comicios libres y justos. 

Ha transcurrido más de una generación desde aquel memorable e inédito suceso en los anales de la República. Vale decir, tiempo suficiente para que en la actualidad tengamos una pléyade de líderes políticos imbuidos de nacionalismo democrático y de una ética de responsabilidad centrada en la honestidad de desempeño en los cargos públicos. Lamentablemente, las semillas de la democracia no han germinado en la arena de la sociedad política paraguaya. En vez de eso, lo que reverdece de nuevo en los jardines de la sede de la Junta de Gobierno de la ANR y en la actitud de sus seguidores es el musgo de la dictadura stronista. 

Prueba de ello la tenemos en la actualidad, en vísperas de las elecciones generales del 22 de abril, en las que pugnarán por el Gobierno de la República los dos partidos políticos tradicionales, a más de otros sin ninguna posibilidad de victoria. Los electores imbuidos de principios democráticos y de integridad moral no encuentran en las listas de candidatos a cargos electivos –especialmente a Presidente– que aparecen en la prensa un líder genuino, capacitado, inteligente, trabajador y honesto por quien votar. Entre todas las personas que se postulan es difícil encontrar a alguien que llene las expectativas y ofrezca garantías de capacidad, honestidad y patriotismo para empuñar con solvencia el timón del barco nacional, que hoy navega en aguas turbulentas. 

La falta de liderazgo en la pléyade de postulantes es notoria. El liderazgo necesario debe presentarse como un antídoto contra la corrupción y toda forma de inmoralidad en el desempeño de la función pública, así como contra la desigualdad social y económica prevaleciente en el país. Liderazgo genuino no es caudillismo ni populismo, menos aún patente de corso para delinquir, como muchos de los nuestros lo consideran. No debe confundirse con el “ñamandá” tan común y tan pernicioso en nuestro país. 

Lo que vemos actualmente en el amplio espectro del cuadrante político paraguayo es un afán de alimentar el populismo mentiroso, que se sustenta en la emoción y el prejuicio, antes que en la razón para convencer a la gente, lo cual conlleva el peligro de inducirle al electorado a abrazar objetivos políticos irreales y peligrosos. 

La decepcionante conclusión a que se llega en este tiempo electoral es que, en vez de haber cosechado madurez democrática, la mayoría de los políticos de turno son alumnos distinguidos del pensamiento autoritario y deshonesto que el dictador impuso como norma de conducta al Paraguay. 

El país necesita de líderes honestos y capacitados por quienes votar. Es auspicioso ver que varias nuevas figuras se han lanzado al ruedo electoral del 22 de abril próximo para diferentes cargos. Es de esperar que aporten un vivificante aire de honestidad y contracción al trabajo en la labor pública, y no se dejen ganar otra vez por los privilegios y canonjías en los que muy pronto han naufragado quienes, en otros periodos constitucionales, han ingresado también con la promesa de moralizar la política.