Hay hechos insólitos en nuestra política criolla que ya no asombran a nadie, lo que habla de que los paraguayos, por repetido, nos hemos acostumbrado a lo irregular, a lo sórdido y a lo tramposo, viéndolos como elementos naturales de la actividad política, ámbito en el cual “vale todo”.
A esta categoría de sucesos pertenece el conflicto suscitado en el ámbito político del departamento del Guairá, en el que el gobernador Rodolfo Friedmann supuestamente presentó su renuncia ante el Consejo Departamental, que, en consecuencia, el pasado 3 de marzo, dictó dos resoluciones: la primera, “aceptando” la renuncia del gobernador, y la segunda, designando en su reemplazo al consejero Óscar Chávez.
Como Friedmann negó haber renunciado, y la prueba documental presentada para sustentar el hecho está cuestionada formalmente por apócrifa, el conflicto llegó a los estrados judiciales. Entretanto, las resoluciones citadas fueron confirmadas por un tribunal del fuero electoral, aunque, según se dice, la que “aceptó” la renuncia de Friedmann ya fue previamente revocada por el propio organismo que la dictó.
Sin entrar a analizar en detalle tan intrincado asunto, lo digno de destacar en estos episodios es cuán poco valor tienen la ley, las formalidades y las autoridades gubernamentales en nuestro país. Muchas de estas últimas, en el manejo de los negocios de interés público, se comportan como si estuvieran disputando una competencia deportiva en la canchita del barrio. Este es el podrido nivel en que se mueven estas autoridades del Guairá. El ambiente político de ese departamento se convirtió en poco menos que un burdel, llegando al colmo de que en un momento dado ¡Villarrica tuvo nada menos que tres gobernadores!
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¿Cómo van a infundir respeto con esta imagen que proyectan? La ciudadanía guaireña –como la del resto del país– no puede y, sobre todo, no debe sostener a políticos de esta laya. ¿Cómo es posible que los guaireños hayan elegido a estos retorcidos ejemplares en vez de a otras personas educadas, equilibradas y respetuosas del prestigio que toda autoridad pública debe precautelar? Porque estamos seguros de que en el Guairá, una cuna tradicional de la cultura, habrá políticos mejores que estos que están haciendo una vergonzosa demostración de desprecio hacia la ley, hacia la buena educación social y, más que eso, hacia sus electores.
Nadie tiene derecho a pensar, y menos aún a manifestar, que estas cosas solamente ocurren en esa parte del país; eso sería mentir y menospreciar. La conducta ladina, inescrupulosa, indiferente ante la ley y las buenas costumbres es un vicio de muchos de nuestros políticos actuales, sin que importe el lugar geográfico donde se desempeñen. Y se intensifica con cada acontecimiento electoral, como ocurre ahora con la división entre los colorados, impuesta por el propio presidente Horacio Cartes al incursionar como un seccionalero más en la lucha interna de su partido. El gobernador Friedmann, en principio militante en las carpas del oficialismo colorado, se pasó a la disidencia, y allí ardió Troya.
Pero hay algo peor: la pésima conducta de esta clase de políticos a menudo es premiada por jueces y magistrados, quienes avalan sus trapisondas con resoluciones complacientes.
Centenares de acciones de amparo, de inconstitucionalidades, de medidas preventivas o cautelares, de arrestos o de liberaciones, de anulaciones o convalidamientos, de aceleración de los trámites o de su congelamiento y demás suertes del ámbito judicial se producen a instancias de los mismos políticos tramposos, que siempre encuentran la vía para conseguir la cooperación de un fiscal, un juez o varios magistrados para que les ayuden en sus grotescas maniobras. Todas estas deshonrosas colusiones vienen arropadas con el manto de la politiquería, el “chonguismo” o, más directamente, el soborno.
La calidad de la política, tal como se la está practicando en nuestro país, raya en lo asqueroso. Los actos de inmoralidad, a medida que menudean, se van desdibujando y así, lamentablemente, perdiendo la repulsa de la gente.
Y esto es lo más grave, porque las nuevas generaciones crecen a la sombra de estas pésimas lecciones y las aprenden como si fuesen una guía válida para indicar el camino correcto. Así, los políticos jóvenes se mostrarán tan desaprensivos con los principios éticos que deben regir su oficio como los políticos viejos, mañosos y cínicos.
El caso del Guairá, que hace reír a la gente por lo ridículo de sus pormenores, pasa a tener una importancia mayor que la que se le otorga en nuestra opinión pública en este momento. Es la triste representación de una faceta del país de la cual deberíamos avergonzarnos todos. Muestra cómo las leyes y las instituciones creadas para ordenar civilizadamente el gobierno de la sociedad, si caen en manos de inescrupulosos y aventureros, quedan reducidas a objeto de burlas.
Una Gobernación departamental es una unidad político-administrativa importante; se la creó con la intención de que reprodujese, a escala local, lo que el Gobierno del Ejecutivo a escala nacional. Desafortunadamente, episodios como estos muestran que, pese a su presunta autonomía, no constituyen otra cosa que tentáculos de ese gran pulpo instalado en la capital de la República, que los mueve según el viento político que sopla.
La lección que nos dan los malos políticos del cuarto departamento es lamentable desde todo punto de vista. Los guaireños y las guaireñas deben repudiarlos pública y firmemente en las calles, y reclamar que la ley y la moral vuelvan a imperar en esa emblemática región del país.