La ministra de Educación y Cultura, Marta Lafuente, por una parte, y el Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Asunción (UNA), por la otra, dictaron sendas resoluciones liberticidas, propias de un régimen totalitario. La primera convierte un derecho en un deber al ordenar “que cada institución educativa cuente con una de las modalidades de organización estudiantil, dentro de los primeros 90 días del año lectivo 2016, para integrar el Equipo de Gestión de Instituciones Educativas” (art. 2°); la segunda impide el ejercicio de un derecho al disponer que toda reunión cultural o gremial que deseen realizar los docentes, los estudiantes y los funcionarios dentro del recinto de la Facultad sea previamente autorizada por el Consejo Directivo.
La medida ministerial coincide en el fondo con el proyecto de ley, que fue archivado, que pretendía obligar a todos los alumnos a integrar los centros estudiantiles de sus respectivos colegios, aun cuando ellos no quisieran hacerlo. Felizmente, la Cámara de Diputados no pudo vencer el rechazo del Senado a la media sanción dispuesta por ella. El rechazo se fundó, con toda razón, en que la norma de que todos los alumnos deben integrar un centro de estudiantes violaba la primera parte del art. 42 de la Constitución, que dice: “Toda persona es libre de asociarse o agremiarse con fines lícitos, así como nadie está obligado a pertenecer a determinada asociación”. La propia Ley General de Educación (LGE) también reconoce –art. 125, inc. d– el derecho de los estudiantes a “integrar libremente asociaciones, cooperativas, clubes, centros estudiantiles u otras organizaciones comunitarias legalmente constituidas”. Frente a tan claras disposiciones, las nuevas decisiones del MEC y de la Facultad de Filosofía UNA suponen un planteamiento liberticida inadmisible.
Es increíble que la ministra pretenda ahora imponer por sí misma lo que el Congreso creyó improcedente, y que, paradójicamente, invoque la misma norma de la LGE que consagra la autonomía de decisión de los estudiantes para forzarlos a organizarse.
La resolución ministerial se ha extralimitado claramente, pues promover no significa imponer, sino iniciar o impulsar un proceso o tomar la iniciativa para el logro de algo. Lo que la Constitución y la ley quieren es que las asociaciones surjan de la libre decisión de los estudiantes y no que sean el resultado de una imposición estatal.
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¿Qué ocurriría si los alumnos de un colegio no desearan agremiarse, pese a los “procesos de socialización, sensibilización y comunicación” impulsados por las autoridades educativas? La medida no prevé ninguna sanción, quizá porque en su anexo I se lee que “todo estudiante es libre de asociarse” (art. 2°) y que “el Centro de Estudiantes se conformará por iniciativa de los estudiantes” (art. 13). Estas disposiciones contrastan radicalmente con la pretensión de que las instituciones educativas sean emplazadas –por 90 días en este caso– a adoptar una de las modalidades de organización estudiantil, encargándose el cumplimiento de la resolución a diversas dependencias ministeriales y a las direcciones de los establecimientos educativos. ¿Serán castigadas estas autoridades si dentro de los primeros tres meses del año próximo no han logrado que los estudiantes se organicen? Pese a sus contradicciones, es notorio que la resolución busca “encuadrar” a los alumnos, quebrantando la letra y el espíritu de la Constitución y de la LGE.
También el Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía de la UNA ignoró la Constitución al disponer que se le pida permiso para realizar algún acto dentro de su predio, indicando su “objetivo y finalidad”. Aquí está en juego el art. 32 de la Constitución, que consagra el “derecho a reunirse y a manifestarse pacíficamente, sin armas y con fines lícitos, sin necesidad de permiso (...) La ley solo podrá reglamentar su ejercicio en lugares de tránsito público, en horarios determinados, preservando derechos de terceros y el orden público establecido en la ley”. Es decir, ni los docentes, ni los estudiantes ni los funcionarios necesitan que sus reuniones sean consentidas por autoridad alguna. A este paso, se crea la sensación de que tan altas autoridades educativas nunca hojearon la Constitución Nacional.
La resolución invoca, entre otras cosas, el art. 48, inc. b, de la Ley de Educación Superior, según el cual los estudiantes deben “respetar los estatutos, reglamento y normas de disciplina de la institución en la que estudian”. Esta obligación es obvia y no basta, en absoluto, para fundamentar la insensata medida represiva. Luego se menciona el art. 37, inc. r, del Estatuto de la UNA, que dice que el Consejo Directivo puede “establecer el régimen de admisión, permanencia y promoción de los estudiantes”, que tampoco tiene nada que ver con el tema en cuestión.
Por último, se citan los inc. a, b y d del art. 5° del Reglamento General de la UNA, según los cuales constituyen faltas disciplinarias de los estudiantes, respectivamente, el “acto de público desorden que afecte el normal desarrollo de la labor universitaria”, la “falta de respeto” y la adopción de “resoluciones colectivas contra las disposiciones de las autoridades competentes”. Es claro que estas faltas disciplinarias solo podrían cometerse durante el transcurso de un acto. Ahora bien, el Consejo Directivo ordenó que se le pida un permiso para su realización, es decir, tomó una medida preventiva arbitraria, comparable a una censura previa de prensa, que no se apoya en ninguna norma de rango superior que la autorice. Para que un acto administrativo sea válido, tiene que haber sido autorizado por la Constitución, la ley o el reglamento fundado en la ley. El que dictó el Consejo Directivo es nulo porque viola el ordenamiento jurídico y no tiene mayor valor que el de ilustrar una mentalidad totalitaria, impropia de quienes en un país democrático encabezan un centro de educación superior.
Las dos aberrantes resoluciones deben ser revocadas porque, al ser inconstitucionales, atentan contra la libertad de las personas, es decir, son incompatibles con la sociedad libre que debemos defender a toda costa, cortando de raíz cualquier avance totalitario.