El presidente del Banco Central del Paraguay (BCP), Carlos Fernández Valdovinos, confirmó en los últimos días las nefastas y pronosticadas consecuencias de la Ley Nº 5476/15 –“que establece normas de transparencia y defensa del usuario en la utilización de tarjetas de crédito y débito”– sobre el sistema de pago con dinero plástico. Este engendro populista que el Congreso sancionó por unanimidad y el Poder Ejecutivo no se atrevió a vetar, pese a las severas objeciones del sector bancario y del citado organismo técnico, puso un tope a la tasa de interés de las tarjetas de crédito, so pretexto de “defender” a los usuarios.
Tal cual se advirtió reiteradas veces que iría a acontecer, ahora resulta que la aplicación de esta intervencionista normativa provocó una drástica disminución del número de tarjetas que circulan en nuestro mercado, al punto de que entre noviembre de 2015 y diciembre de 2017 la cantidad se redujo en 116.054 plásticos, cifra que equivale a unos 448.843 millones de guaraníes. A estos datos oficiales debe sumarse el hecho de que al quedar privadas de ese instrumento financiero, las personas de menores recursos cayeron en la garras de usureros, que les están cobrando un interés de hasta el 90%.
Las secuelas de la irracionalidad legislativa en cuestión eran absolutamente previsibles, pero las voces de alerta fueron desoídas por unos parlamentarios ávidos de aparecer ante la opinión pública como unos esforzados paladines de la gente humilde. Habrán desestimado los reparos de las entidades bancarias con el argumento de que eran parte interesada, pero no podían alegar lo mismo con respecto al BCP, cuyo informe técnico señalaba que la limitación de la tasa de interés de las tarjetas iba a impedir que los operadores financieros otorguen créditos a los usuarios de bajos ingresos.
Las consecuencias están a la vista. El vaticinio se cumplió, porque los congresistas y el jefe del Poder Ejecutivo prefirieron confiar en la idoneidad del autor del funesto proyecto de ley, el senador Derlis Osorio (ANR), abogado, exintendente de Capiatá y exministro de Justicia y Trabajo. Cuando se legisla inmerso en la ignorancia y convencido de las bondades del populismo, se termina perjudicando a quienes se pretende favorecer.
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De hecho, quienes terminaron beneficiados por esta ley tan disparatada fueron los sectores de mayor poder adquisitivo. En efecto, para impedir una reducción aún más acentuada de la cantidad de tarjetas de crédito en circulación, los bancos volvieron a emitirlas y a reactivar las promociones de compras a cuotas y sin intereses, pero restringiendo el alcance de la campaña a la clientela de altos ingresos. O sea que a los populistas les salió el tiro por la culata, aunque no debe excluirse que más de un diputado o senador esté ocultando su dinero detrás de las “casas de crédito” usurarias, que proliferaron tras la puesta en vigencia de la insensata ley: en 2014 había 65, hoy son 130, gracias a que los supuestos beneficiarios de la normativa se quedaron sin tarjetas de crédito.
Se debe insistir en que los efectos que hoy están a la vista ya fueron anunciados en su momento sin que ni el Congreso ni el Poder Ejecutivo tuvieran la prudencia de escuchar a quienes algo tenían que decir ante una iniciativa, por lo demás, contraria a la economía de mercado reconocida por la Constitución. No se realizó ninguna audiencia pública ni las comisiones asesoras permanentes de ambas Cámaras creyeron oportuno invitar formalmente a las entidades financieras afectadas a exponer sus opiniones.
Es presumible, incluso, que dichas comisiones no hayan leído el proyecto de ley con la atención suficiente, para no hablar del pleno de las Cámaras Alta y Baja. Ocurre que la ley dispone que la tasa de interés no supere tres veces el promedio de las tasas pasivas vigentes en el mercado; como ellas eran del 4,5%, el tope llegaba a solo el 13,6%, razón por la cual el mismo proyectista propuso –a menos de dos meses de su promulgación– que la ley sea modificada para que la tasa de interés fuera más alta, aunque no superior al 30%. Su nueva iniciativa no prosperó, de modo que ahora la Asociación de Bancos (Asoban) y la Asociación de Empresas Financieras (Adefi) promueven su modificación, con el apoyo del presidente del BCP.
El 4 de octubre de 2015, nuestro diario sostuvo que la desgraciada ley “no necesita un remiendo (...), sino una sepultura, por el bien de aquellos a quienes supuestamente busca defender”. En igual sentido, dado que una ley debe juzgarse por sus resultados, ABC Color sostuvo el 27 diciembre del año pasado que “sus consecuencias sugieren que sea derogada, porque así saldrán ganando los pequeños usuarios de tarjetas de crédito y la transparencia del mercado financiero”. Seguimos creyendo que esa es la salida más sencilla y adecuada para revertir una situación intolerable, generada por unos irresponsables coaligados contra la sana razón bajo la bandera del más grosero populismo. Las víctimas del disparate cometido al unísono tienen mucho que reclamar a los congresistas de todos los partidos y al presidente de la República, quienes lo mejor que podrían hacer es derogar este desatino.
No es desdoroso admitir que se cometió un error, y si existe la posibilidad de eliminarlo, sería reprochable persistir en él o tratar solo de atenuar sus efectos. La cuestión es liberar a las personas de bajos ingresos de la usura a la que se vieron arrojadas por una manifiesta desaprensión.