En la primera sesión de la “mesa de diálogo”, que ya fracasó debido a la negativa del presidente Horacio Cartes a ordenar a sus paniaguados el retiro del inconstitucional proyecto de enmienda, hoy ya ensangrentado, la senadora Esperanza Martínez (FG) sostuvo que la descabellada cuestión debería ser decidida por “la gente”, es decir, mediante el referéndum que conllevaría la aprobación de la desgraciada iniciativa. Repitió así el eslogan que lanzó la ANR cuando promovió la también malograda “iniciativa popular”, con el respaldo de miles de firmas falsificadas. El titular del Poder Ejecutivo coincidió en aquella ocasión con la legisladora porque, interesadamente, también él “cree” que este malhadado asunto debe resolverse según el voto de la mayoría.
No vale la pena conjeturar acerca de si profirieron semejante disparate impulsados por la ignorancia o por el deseo de engañar a sus conciudadanos practicando la demagogia. Lo importante es enfatizar aquí que también EL PUEBLO ESTÁ SOMETIDO A LA LEY SUPREMA, de acuerdo a su art. 2º: “En la República del Paraguay, la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce conforme con lo dispuesto en esta Constitución”. (Las negritas son nuestras). Esto significa que el pueblo no tiene un poder ilimitado y, en consecuencia, no puede avalar con su voto ninguna violación de la Constitución, en este caso, a través de una enmienda que permita la reelección presidencial de Horacio Cartes. Vale la pena reproducir la última parte del art. 290, que expresa: “No se utilizará el procedimiento indicado de la enmienda, sino el de la reforma, para aquellas disposiciones que afecten el modo de elección, la composición, la duración de los mandatos o las atribuciones de cualquiera de los Poderes del Estado...”.
Para que a los promotores de este engendro les resulte claro, por ejemplo, una ley que imponga la pena de muerte será inconstitucional, es decir, inaplicable, aunque cuente con el beneplácito de todos los habitantes del país, mientras el art. 4º de la Constitución, que la declara abolida, no sea modificado mediante el procedimiento de la reforma. Huelga decir que dicha hipotética ley no podría ser ratificada con un referéndum.
“En democracia, la mayoría manda”, decían los stronistas de ayer y lo repiten, en otros términos, sus seguidores, los reeleccionistas de hoy, como si ella pudiera violar en cualquier momento las reglas establecidas en 1992. En el Estado de derecho no solo mandan los votos, sino también la ley, empezando por la Constitución, que establece los mecanismos a ser empleados para alterarla. Ellos deben ser respetados a todo trance, mal que les pese a los obnubilados por el poder. Eso de recurrir a la voluntad popular, por cierto, no implica necesariamente que quienes la invoquen sean demócratas, como no lo fue, por ejemplo, un tal Adolf Hitler, tan afecto él a los plebiscitos. La propia Constitución dispone que no basta la simple mayoría para decidir cuestiones de suma relevancia, y por eso exige que en ciertos casos haya mayorías calificadas. Por lo tanto, para que se declare la necesidad de su reforma exige por lo menos una mayoría absoluta de dos tercios en cada Cámara del Congreso, es decir, 30 votos favorables en el Senado y 53 en la Cámara de Diputados, en tanto que para su enmienda, por afectar a artículos de menor relevancia, solo requiere como mínimo la mayoría absoluta de 23 votos en la Cámara Alta y de 41 en la Baja.
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Se entiende así que los promotores de la insensata enmienda hayan preferido recurrir a ella y no a la reforma, ya que les iba a resultar imposible lograr la mayoría absoluta de dos tercios de votos en ambas Cámaras. Tomaron el atajo inconstitucional para intentar luego que el atropello fuera cohonestado por la ciudadanía.
Lo que estos malandros pretenden es lavarse las manos a costa de ese pueblo que debe soportar la corrupción desaforada, las escuelas ruinosas, los hospitales sin medicamentos, los caminos intransitables y la inseguridad cotidiana, entre otras calamidades que son atribuibles a ellos. Ya están movilizando a las víctimas de sus fechorías y desidias sorteando premios, humillándolos para que aparezcan apoyando a quienes solo tienen hambre y sed de poder político y económico. Se llenan la boca de pueblo para pisotear la Constitución, distorsionando el sistema democrático consagrado por ella. Con el mayor de los cinismos, se amparan en la gente para perpetrar su atropello.
De lo que se trata, simplemente, es de sacrificar la Constitución en el altar de la egolatría. La demencial operación montada no puede ser avalada por ninguna mayoría, por la sencilla razón de que también el pueblo debe respetar la Constitución. Los farsantes que están detrás de la conspiración contra nuestra Carta Magna no deben involucrar a sus compatriotas en este perverso proyecto.
Ellos, y nadie más que ellos, son quienes ignoran la ley y la moral para intentar salirse con la suya, que es la de mandonear a como dé lugar. Que no transfieran, mediante espejitos de colores (motocicletas, electrodomésticos y hasta dinero en efectivo), la responsabilidad que les corresponde a los paraguayos y paraguayas que nada tienen que ver con sus matufias. Los defensores de la Constitución ya tienen víctimas que lamentar, y ya conocen a los dos violadores del ordenamiento jurídico, así como a sus, por de pronto, veinticinco cómplices.
A esta altura de los hechos, resulta inútil que traten de esconderse detrás del pueblo. El atropello en vías de ser consumado no tendrá arreglo, aunque la gavilla de violadores consiga más tarde el apoyo del cien por ciento de los ciudadanos. La única salida posible de este drama en el que nos metieron dos personajes soberbios, Horacio Cartes y Fernando Lugo, es el retiro del repudiable proyecto de enmienda, aprobado en una sesión “mau” del Senado.