En la noche del 31 de marzo de 2017 ocurrieron graves incidentes frente al Palacio Legislativo, que horas después, en la madrugada del 1 de abril, culminaron en el asesinato del joven Rodrigo Quintana, cometido durante un atropello policial a la sede del PLRA. Fue el trágico desenlace de la resistencia ciudadana a la perversa tentativa de pisotear la Constitución para satisfacer una malsana ambición de poder. Tuvo que correr sangre para que Horacio Cartes desistiera de su propósito de aferrarse al cargo promoviendo, con el auxilio del senador Fernando Lugo, que a su vez aspiraba a volver al Palacio de López, una enmienda inconstitucional que le permitiera sortear la norma de que “el presidente y el vicepresidente de la República no podrán ser reelectos en ningún caso”.
Es deplorable que se haya llegado a tal extremo, pero al mismo tiempo es plausible que, si bien a un alto costo que incluyó sangre inocente, haya terminado prevaleciendo el respeto a la Ley Suprema. Triunfaron la legalidad y el buen sentido porque, en última instancia, nuestros compatriotas comprendieron que la referida cláusula solo podía ser modificada mediante el procedimiento de la reforma constitucional. Defendieron en las calles, en las plazas, en los medios de prensa y en las redes sociales el documento fundamental que es un compromiso que obliga a gobernantes y gobernados a defender la “democracia representativa, participativa y pluralista, fundada en el reconocimiento de la dignidad humana”, al decir de su art. 1°, in fine.
Más tarde, la opinión pública también se hizo sentir con fuerza cuando los expresidentes de la República Nicanor Duarte Frutos y Horacio Cartes, amparados en aberrantes fallos judiciales, pretendieron ignorar que solo podían ser senadores vitalicios, tal como manda la Constitución. Ella reconoce numerosos derechos e impone unos pocos deberes, entre los que se destaca el de cumplir la ley.
En un Estado que se pretende de Derecho, como el nuestro, toda persona está sometida a los preceptos sancionados y promulgados en representación del pueblo. Pueden ser libremente criticados, pero está prohibido predicar que sean desobedecidos, de modo que solo cabe promover su derogación o modificación mediante los mecanismos previstos en la propia Carta Magna, entre los que figura la iniciativa popular. Ella es la primera normativa que deben obedecer todos los habitantes para que sea posible un régimen de convivencia en paz y en libertad. Establece las “reglas del juego” cívico que deben tener una vigencia efectiva para evitar tanto la anarquía como la dictadura. Claro que la Constitución actual puede ser objeto de críticas en más de un sentido, pero mientras no sea total o parcialmente reformada, mediante el procedimiento dispuesto por ella misma, tiene que ser obedecida en plenitud. Los actos de autoridad opuestos a lo que ella establece carecen de validez, según su art. 137, in fine.
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Suele ocurrir –y no solo en el Paraguay– que quienes asumen la jefatura del Estado de acuerdo a procedimientos democráticos tratan luego de cambiar, por las buenas o por las malas, las disposiciones vigentes para responder a sus apetencias personales y atornillarse en el poder. El tema recurrente es la reelección presidencial, que con toda probabilidad volverá a ser planteado en algún momento por quien se crea predestinado o imprescindible y que invocará un “clamor popular” que no puede desoír. Se puede estar a favor o en contra de que alguien pueda permanecer en el Palacio de López durante más de cinco años, pero resulta inaceptable que quien se había postulado sabiendo que no podría ser reelecto impulse luego una campaña desde arriba para seguir teniendo a su cargo la administración general del país. Felizmente, está visto que hoy el “clamor popular” surge para defender la Constitución y para repeler a quienes quieren perpetuarse en el poder.
En efecto, los sucesos de hace dos años y los posteriores referidos a los dos expresidentes de la República muestran que la ciudadanía puede verse forzada a asumir por sí misma la defensa de la legalidad cuando los legisladores se confabulan en una sesión irregular para aprobar una enmienda inconstitucional o cuando una magistrada prevarica sin disimulo, a cambio de la Vicepresidencia de la República. O cuando serviles jueces electorales se ponen al servicio de sus patrones políticos.
Los acontecimientos de la noche luctuosa del 31 de marzo al 1 de abril de 2017 enseñan que una importante mayoría de la población ha madurado cívicamente y que ya no está dispuesta a aceptar imposiciones espurias de políticos ambiciosos, averiados y corruptos. Hoy ya no se deja tocar mansamente las orejas y sale a defender sus derechos con firmeza. Los dirigentes y políticos deben comprender esta realidad antes de atreverse a intentar algún nuevo atraco a la Constitución.