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 Primeros instantes de una ciudad...

“A la salida desde dicho río del Paraguay llegados a este paraje de la frontera e vistas las grandes necesidades pasadas este testigo tomo parecer de Hernando de Ribera e de Gonzalo de Moran que son de los que el dicho Gonzalo de Mendoza traxo del Brasil, e del dicho Gonzalo de Mendoza e de dos religiosos e de otras ciertas personas que con este testigo benian, si les parecia que hera vien y servicio de su magestad hazer una Casa fuerte en este paraje y hacer pazes con esta generación karios por ser gente que sembraba y Cogia que fasta aquí no se habían topado otra ninguna, los quales dixeron ante Amador de Montoya escribano de su magestad que les parecía vien e cosa muy util y provechosa a esta conquista, e ansi visto lo suso dicho asentaron paz e concordia con los dichos yndios desta tierra e le dixeron que de vuelta que por aquí bolviese se haria una casa e pueblo, e ansi de buelta este testigo con los pareceres que dicho tiene e del dicho capitán Gonzalo de Mendoza, hizo e fundó una casa de madera en esta dicha cibdad”.

Juan de Salazar de Espinoza de los Monteros.

Había transcurrido casi medio siglo desde que el mundo rompió sus costuras y se hizo esférico. Uno tras otro, los capitanes de las potencias marítimas europeas se hicieron a la mar completando los contornos de un “mundo nuevo”. Un nuevo mundo que, al decir del Inca Garcilaso, fue redescubierto para seguir formando un mismo mundo, un mundo solo y todo uno.

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Y llegó agosto. Lindo mes, aunque para muchos son treinta y un fatídicos días, solo exorcizables con unos sorbos de aguardiente con ramillos de ruda.

Pero para qué descomponerlo, si es un mes muy lindo. Aparte de los días medio “argeles”, ¿acaso no son bonitas las jornadas con sol radiante y temperatura más que agradable, casi primaveral? Hasta pareciera ser que, con todas sus galas, el mes rinde su homenaje a la Asunción, capital del Paraguay. ¿No le parece?

Una mañana de agosto, de hace muchos años, luego de sortear un amplio mar recién estrenado, viniendo de muy lejos, una gran nave –muy grande a los ojos de los nativos, un yga guasu– posó su quilla en una arremansada caleta y depositó en las húmedas playas las plantas de cansados hombres, que venían de quién sabe dónde a iniciar una aventura en tierras recién descubiertas.

Llegaron y mezclaron su sangre con los pueblos indígenas y dieron origen a una nueva nación. No vinieron solo ellos. También trajeron cosas, costumbres, saberes y vaya uno a saber qué más. Vaya uno a saber cuántas más, pero son elementos diversos que nos unen sutilmente y que permanecen junto a nosotros. Y con nosotros. Conviven con nosotros. O convivimos con ellas.

Desde aquella lejana mañana de agosto, el mundo nuestro rompió sus costuras y se introdujo en la historia. Comenzamos a formar parte de ese mundo nuevo, más completo. Hasta nos hicimos internacionales o –si se quiere– intercontinentales, con todo lo que ello conlleva.

Y ello implicó, entre otras cosas, el desdén hacia nuestras ancestrales concepciones, nuestras costumbres, incluso, hacia nuestra propia desnudez, para adoptar las concepciones, costumbres y vestimentas de nuestros queridos conquistadores. ¡Oh!

Desde entonces, algo –o mucho– de la España morena se metió en nuestras vidas y nos hizo suya.

Como nos gusta el ñembogueta, nos cautivó con su graceja lengua, con profusión de eñes y zetas por doquier; nos cautivó con sus melodías salidas de ese vil recinto curvilíneo llamado guitarra (instrumento de forma y nombre femenino), nos cautivó con sus dioses y santos menores (que derrotaron a los nuestros y los arrojaron de nuestros olimpos); nos cautivó con sus coplas y romances, con sus fandangos, olés, tonadillas y cantaores, seguidillas y boleros (“estaba la niña linda/ sentada al pie de un laurel,/ con los pies a la frescura,/ viendo el agua correr”).

Una bailarina rusa en el Municipal

El 9 y 10 de julio de 1958 actuó en el Teatro Municipal de Asunción la famosa bailarina rusa Tamara Toumanova. Esta artista de padres georgianos nació en Tiumen, Rusia, el 2 de marzo de 1919. Sus padres se habían separado a causa de la Revolución bolchevique, pero se volvieron a encontrar hacia finales de 1921.

Una vez reunida, la familia se escapó a Shanghái, China, donde, pocos meses después, se estableció en campos de refugiados en Egipto. Posteriormente, se radicó en París, Francia.

En París, Tamara estudió piano y ballet con la célebre bailarina Olga Preobrazhénskaya. En 1929 debutó en la Ópera de París, en un ballet infantil. Posteriormente, fue llevada al Ballet Ruso de Montecarlo, en el que actuó con singular éxito en importantes obras.

Realizó giras por los Estados Unidos y actuó en varios filmes, como también giras por América Latina, ocasión en que llegó al Paraguay, donde actuó para el público asunceño.

Casada con un guionista norteamericano, se radicó en aquel país y falleció en Santa Mónica, California, en 1996.

surucua@abc.com.py