Castigo a traidores
Cuando se realizó la reunión entre los presidentes López, del Paraguay, y Mitre, de la Argentina, algunos paraguayos componentes de la Legión Paraguaya, que peleaban junto con los aliados, se acercaron hasta las avanzadas paraguayas con el propósito de invitarles a desertar.
Ellos fueron recibidos y tratados amablemente por los paraguayos, prometieron volver al otro día para matear y conversar. Entre ellos se encontraban Pedro Recalde –quien en la posguerra llegó a ser ministro de Estado–.
La información llegó a oídos del mariscal López, quien planeó una celada para tomar prisionero a los miembros de la Legión.
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Ordenó a un teniente de apellido Samaniego, un hombre de una tremenda fuerza, que se disfrazase de sargento y a un capitán Montiel que lo haga de cabo, y se mezclaran con las tropas de avanzada para tomar prisioneros a los legionarios y los condujesen a Paso Pucú.
Cuando llegaron los incautos traidores, Samaniego abrazó amablemente a uno de ellos, expresándole palabras fraternales y estrechándole entre sus hercúleos brazos.
El traidor, de apellido Ruiz, viéndose impedido de moverse, imploró se le soltase, pero infructuosamente. Recalde, alarmado, echó a correr, al igual que otro, de apellido Surián, pero fue alcanzado por Montiel, siendo derribado y tomado prisionero.
Fueron conducidos maniatados a Paso Pucú, donde pidieron conocer al general Díaz. Este fue llamado y hasta él fueron conducidos los prisioneros. Uno de ellos quiso hablarle y, por toda respuesta, Díaz ordenó que se le dieran 100 latigazos.
Este castigo dejó hecho una piltrafa al traidor Ruiz. Confesaron que fueron instigados a realizar la incursión por el general Venancio Flores –bajo cuya orden actuaban– para invitar a los paraguayos a pasarse al bando aliado.
Al conocer la detención de ambos traidores, Flores ordenó un bombardeo sobre las trincheras paraguayas de Paso Gómez, y Mitre –por medio de una nota– reclamó la devolución de los prisioneros. Por toda respuesta, el mariscal López remitió copias de las declaraciones de los traidores y su misión al visitar las líneas paraguayas.
Una vez finalizado el sumario, ambos fueron entregados al general Isidoro Resquín, quien los condujo hasta algún lugar, no sabiéndose nada más sobre ellos.
Cañones protectores
Los cuatro cañones que hacen de soporte a las pesadas cadenas que rodean la columna del monumento a la Constitución Nacional de 1870, frente al Departamento de Policía, pertenecían a la antigua fortificación de la loma San Gerónimo, al costado oeste del puerto capitalino.
Estos cañones fueron arrojados a las aguas de la bahía cuando la capital fue evacuada ante el avance de los aliados durante la Guerra contra la Triple Alianza. En épocas de bajante, los cañones quedaban a flor de agua y fueron rescatados poco después de terminada la contienda.
Las cadenas que rodean el monumento fueron traídas de un paso del río Yhaguy y sirvieron de trampa para el intento de captura de los buques de la flota paraguaya, perseguida por la escuadra brasileña, y cuyos restos se encuentran en el lugar llamado Vapor Cué, cerca de la ciudad de Caraguatay.
Fuego en la casa
Una de las primeras tareas cotidianas del tiempo de las abuelas era encender el brasero para el obligado mate mañanero. Para evitar la humareda, la tarea se hacía en el corredor o al aire libre y requería el tiempo suficiente hasta que el carbón se hiciera brasa.
El más modesto de estos braseros estaba hecho de chapa y, si bien eran livianos y portables, tenían la vida útil bastante limitada. Los de hierro fundido, de elegantes y redondeadas formas, sin embargo, duraban una eternidad y constituían, muchas veces, parte de la herencia de varias generaciones. La introducción de cocinas a queroseno, gas o eléctricas les arrumbó en algún lugar de la casa y la memoria.
Por un tiempo, pues con los prohibitivos precios actuales del gas –y la electricidad– se les ha vuelto a desempolvar para darles nuevamente uso.
Gira, gira, la calesita
Un medio de diversión que nunca pasa de moda es la calesita, infaltable en las funciones patronales, especialmente en las parroquias de barrios, así como en los pueblos del interior.
Movida al ritmo de una balada de moda –aunque, últimamente, al monótono compás de la cachaca–, arrancado de un vetusto tocadiscos o un moderno equipo minicomponente, antiguamente era tirada por un caballo al que se le vendaba los ojos para que no se mareara.
En las ferias de barrio, pronto, se suprimió el caballo y era motivo de competencia el privilegio de ayudar a la calesita a girar, pues eso redundaba en ganar el derecho de dar unas vueltas gratis en ese maravilloso viaje de fantasía, cabalgando en los caballitos o las calesas; de ahí su nombre. “La calesita –esa flor esquinera– es todavía la cuota poética que la trajinada ciudad puede permitirse”, al decir de un escritor argentino.
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