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Las lloronas

Aunque, en la actualidad, las lloronas han caído en el olvido, es posible ver en los velorios campesinos –y en los alrededores de la capital– una rémora de esa antigua costumbre que se manifiesta, generalmente, en el momento en que el féretro es bajado a la fosa: rompiendo el silencio respetuoso del cortejo, una o más mujeres se lanzan sobre el ataúd prorrumpiendo en lacerantes alaridos. Generalmente, son los parientes más lejanos quienes manifiestan su supuesto dolor con mayor desesperación y desconsuelo.

También estaban las especialistas en tal función, quienes eran contratadas expresamente por los deudos para dar mayor dramatismo a los cortejos fúnebres.

Según el escritor Carlos Zubizarreta, una de las lloronas más famosas de la Asunción de las primeras décadas del siglo fue “ña Suave”, oriunda de Trinidad. Su servicio era cotizado según la función que debía desempeñar: por hacer el elogio del muerto, ya en el cementerio, cobraba cinco pesos; por llorar y rezar, 10 pesos, y por hacer el elogio del finado y llorar de trecho en trecho, desde la casa hasta el cementerio, 15 pesos. Otra famosa llorona de Asunción fue “ña Zoila”.

Los primeros automóviles del Paraguay

Alguna vez habíamos comentado que el primer automóvil que llegó al Paraguay fue el Cadillac de don José Barzi, un industrial naviero y cervecero de nacionalidad italiana. Posteriormente, llegaron otros, como el de Resck y el importado por don Tomás Saccarello, conocido como tren Renard, un ruidoso aparato a vapor, “mitad locomotora y mitad tractor tosco y primitivo”, de casi ninguna utilidad práctica que despertó curiosidad en su tiempo.

Entre 1907 y 1908, el Dr. Andrés Barbero importó el automóvil que la Fundación La Piedad conserva como reliquia, hoy expuesto en los salones del Touring y Automóvil Club Paraguayo. También de esos años data la presencia en Asunción de otro automóvil, un Lancia, importado por el señor Cellario, hombre de mucha fortuna de la época.

A principios de la Primera Guerra Mundial, en setiembre de 1914, llegó a nuestro país un automóvil de la marca Dodge Brothers, que fue el primero que viajó al interior del país, conducido por un ingeniero canadiense de apellido Beaconfleld. Debido a las malas condiciones viales, el vehículo tardó tres días en cubrir el trayecto Asunción-ltauguá. Ante la aparición de este automóvil, cuenta don Carlos Zubizarreta, “las viejas se santiguaban y la gente negábase a dar crédito a las versiones de su paso. Como el vehículo se atascaba a cada rato en los arroyos y los angostos senderos arenosos, sobraba tiempo para las comprobaciones. Desde larga distancia acudían jinetes al galope.

“Los caballitos criollos se encabritaban ante la cercanía del monstruo trepidante. En cada rancho del camino causaba espanto de chanchos, patos y gallinas. Todos los perros del contorno quedaron afónicos”.

Un año “argel”

En unos días más se cumplirá un siglo de la aparición en nuestro país –al igual que en casi todos los países– de una pandemia que azotó al mundo: la gripe española. Ese año, nuestro país soportó una ola de frío, cuya intensidad no era conocida desde 1789. El fenómeno climático causó innumerables contratiempos, perjudicando tremendamente a la fauna y flora de todo el país y sus alrededores. Entre los animales más afectados figuraron las aves, cuya población llegó a repuntar recién hacia 1925.

La gran mortandad de pájaros –por el frío y la consecuente escasez de alimentos– hizo que proliferaran insectos de toda laya, especialmente orugas, pulgones, tábanos, moscas y langostas, causando estragos en la agricultura. En diciembre de 1918, toda la producción hortícola y frutal fue destruida. Los meses siguientes fueron calamitosos, y recién en 1920 las cosas parecieron mejorar.

Todo este desastre se debió a la ausencia de aves, especialmente las insectívoras, que fueron las más perjudicadas debido a que los insectos, base de su alimentación, durante las heladas se refugiaron bajo tierra, quedando las aves sin comida. Una vez pasado el frío, los insectos, que se salvaron hundiéndose en la tierra o los retritus, o escondiéndose en los bosques, cuyo suelo nunca se enfría tanto como para dañarlos, volvieron y causaron los estragos mencionados.

Deporte indígena

Cuenta el antropólogo Miguel Chase Sardi que los indígenas nivaclé del Chaco practican un juego llamado c’isenjaté. Este deporte es disputado por dos equipos, generalmente compuesto por jóvenes de sexos opuestos en edad núbil.

La manera en que jugaban es clavando en dos extremos de la plaza de ceremonias cuatro estacas sobresalientes unos 30 cm del suelo, sobre las cuales se coloca una manta. Cada una de estas estacas cubiertas por mantas son defendidas por un hombre y una mujer.

En medio de la mencionada plaza forman un ruedo, colocándose frente a frente. En medio del ruedo, un pequeño palito de tres centímetros de largo por uno de diámetro. Al grito de ¡ahora!, todos se lanzan sobre el palito, llamado c’isenjaté, que tratan de tomarlos entre los dedos del pie. El que lo logra trata de correr, con el palito entre los dedos del pie hasta el “arco” contrario, sobre cuya manta lo arrojan. En su carrera, los del equipo contrario tratarán de arrebatarle el palito antes de que llegue a la meta. En caso de que no lograse, tratará de pasarlo a otro de su mismo equipo. El partido, generalmente, dura cuatro a cinco horas y termina por cansancio de los jugadores.

surucua@abc.com.py

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