El traje negro

Existen muchos recursos literarios para construir personajes de ficción, y uno es la ropa que visten usualmente (y también, claro está, la que no visten usualmente, y aun más la que no visten nunca, y más incluso la que nunca vestirían; pero este es un subtema tan fecundo e importante como para dedicarle otro artículo completo).

https://arc-anglerfish-arc2-prod-abccolor.s3.amazonaws.com/public/PME3TLXFTNBJBPXGOGTFDEVX4A.jpg

Cargando...

La razón de esta capacidad comunicativa de la ropa no se restringe al campo literario y es muy obvia: tanto las personas (reales) como (por ende) los personajes (literarios) se visten, entre otras cosas, porque son como son y la ropa delata eso que son, o porque desean ocultar algo que son, y también eso es legible en su ropa, y además porque, a veces, también, hay algo que no son (o que aún no son) y que quisieran (o quieren –o sea, se proponen–) llegar a ser (o, en el peor caso, al menos aparentar que son), y con esa ropa buscan, o bien parecerlo, o bien serlo, o bien acercarse más a serlo; y todo esto, también, la ropa lo delata.

En suma, tal como lo hace con las personas en la vida real, la ropa dice, en la literatura, lo que un personaje es, y lo que piensa que es, y lo que piensa que no es (o que aún no es) y sin embargo le gustaría ser.

Un buen escritor puede revelar cuanto desee o necesite revelar al lector acerca de sus personajes describiendo la forma en que se visten. Por ejemplo, pienso ahora en una de mis novelas preferidas, en La taberna (L’assommoir, 1877) de Zola, donde Coupeau proclama en un par de ocasiones que lleva con orgullo la blusa del obrero, una blusa, la de Coupeau, que, antes del progresivo e insidioso cambio del personaje, es tan sencilla y limpia como él (aún) lo es, y, significativamente, la protagonista, Gervasia, es (antes, también, de su propio cambio) una buena lavandera, alguien a quien el lector asocia con todo lo noble y digno de confianza, en parte por la limpieza de la ropa que ella misma, Gervasia, suele llevar puesta, y en parte quizás porque se dedica a lavar la ropa ajena como oficio, oficio que la hace, siente uno sin darse cuenta, amiga de lo limpio, lo bueno y lo puro, mientras los resentimientos secretos y los sueños rotos de los vecinos son descritos de modo indirecto a través de los tristes y grotescos términos con que Zola se refiere, a primera vista, meramente a la ropa que llevan puesta (por ejemplo, en la escena del banquete de bodas).

O, por poner otro ejemplo, en la novela homónima de Tolstoi, la protagonista, Ana Karenina, se viste con un vestido negro para ir al baile en el que debuta, con un vestido rosado, la joven Kitty.

El traje negro de Ana es desde el principio, evidentemente, el signo de su superioridad, y, a la vez, de su tragedia (que son a veces la misma cosa). Y Ana Karenina triunfa. Y lo asombroso es que triunfa sobre Kitty, muchísimo más joven que ella, Ana, que es una mujer madura. Ana Karenina se roba (le roba a Kitty, se diría, dado que era el baile de debut de la joven, que parecía por ello tener derecho a ser el centro de la atención, al menos esa noche) las miradas de todos los hombres y, según el caso, la admiración o la envidia de todas las mujeres.

Kitty resulta totalmente opacada en su primer baile, con el que tanto, tantas veces, durante tanto tiempo, quizás toda su vida hasta entonces, había soñado, y del que tanto esperaba. Y es opacada por esta mujer madura, Ana Karenina, mayor que ella, pero más hermosa, más elegante, más interesante.

Y Ana, contra su voluntad, seduce a Vronsky, el hombre del que Kitty está enamorada, el prometido de Kitty. Aplasta, con su superioridad involuntaria, la juventud de Kitty. Humilla a Kitty sin poder hacer nada al respecto, por el mero hecho de existir y de estar ahí. La hiere sin haber deseado herirla, lo que hace que la hiera mucho más. Su atractivo –no gracias a su edad (como querrían los arjonas), sino a pesar de su edad (pues Ana también a la edad de Kitty era ya más que Kitty: este es el retrato de un personaje singular, de un enigma individual, no un elogio de «las maduras sexies» ni nada semejante)– es tan poderoso como el negro de su vestido, que en el rutilante y luminoso salón lleno de colores muestra lo absoluto de la íntima, profunda oscuridad de Ana, y hace que se vea insípido, tedioso, endeble, hipócrita incluso, de fingida ternura y pesado alarde de inocencia, el color rosado del vestido de Kitty.

Ana es la mujer más elegante de la noche. Su traje negro dicta, probablemente, para muchas imitadoras potenciales allí presentes, la que será la moda de la temporada, y ese mismo color oscuro es el que tiñe su suerte, la trama fatal del relato, el camino perfecto que la lleva, como en un crescendo sordo, casi silogísticamente, al adulterio.

El suyo, el de Ana Karenina, es un poder incompatible con toda vida socialmente regulada, es un poder pecaminoso, que habla de lo potencialmente ilimitado del gozo, y es por ende un poder del exceso, un poder del abismo, un poder oscuro: negro, pues, en verdad, como ese traje con el que triunfa al comienzo de la historia.

juliansorel20@gmail.com

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...