El último de Los Ramones y el legado (existencial) de la banda

Tommy Ramone pasó a mejor vida el 11 de julio pasado, tras una dura batalla contra el cáncer. Falleció así el último integrante original de la mítica banda Los Ramones. Joey, el vocalista, había dejado de existir en 2001. A su vez, Dee Dee, el bajista, falleció un tiempo después. Y finalmente, Johnny, el guitarrista, murió en el 2004. Los padres del punk rock pueden ya descansar en paz.

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A pesar de una creencia frecuente, los miembros de la banda de Queens, Nueva York, no estaban emparentados. Al parecer, el grupo tomó el nombre como tributo a Paul McCartney, quien se habría hecho llamar Paul Ramone antes de hacerse famoso con Los Beatles. A su vez, cada uno de los integrantes del cuarteto neoyorkino se hizo apellidar Ramone (lo cual incluso generó alguna duda sobre el posible origen latino del grupo, algo que no tenía asidero).

Ninguno de los miembros originales de Los Ramones fue muy longevo. Pero, parafraseando a Séneca, la vida es como una obra de teatro: no importa su extensión, sino su excelencia. Es decir, acaso no importe tanto cuántos años vivamos, sino la intensidad de que les demos. Y de estos cuatro muchachos de Nueva York, más allá de sus conocidas rencillas internas, puede decirse que vivieron a pleno rock n’ roll.

Ahora bien, ¿puede el rock n’ roll considerarse un ideal de vida? La respuesta, como sucede con muchas preguntas filosóficas, es ambigua. Por un lado, se impone la negativa, porque hay otras cosas en la vida aparte del rock, como la familia, el amor, la amistad, el conocimiento, el trabajo, el deporte, la ética, la experiencia religiosa o la reflexión sobre nuestro lugar en el cosmos, etc. Pero, por otra parte, el rock puede ser –y de hecho lo ha sido para muchas personas desde que se convirtió en un fenómeno de masas– un aspecto importante de la experiencia estética y hasta, por qué no decirlo, existencial, siempre que estemos dispuestos a dejar de lado algunos prejuicios no siempre fundados sobre este género musical y a verlo bajo su luz más favorable, en lugar de demonizarlo tout court.

A propósito de esto, los críticos dirán que Los Ramones era un grupo muy limitado en términos musicales o artísticos. Roger Scruton, ese gran filósofo contemporáneo de la cultura, con toda probabilidad opinaría de este modo, y preferiría acaso escuchar al antisemita Richard Wagner, menospreciando el rock como algo atávico e impropio de la alta cultura (a la que desde luego el rock no pretende pertenecer).

Acaso el conservador Scruton no haya sido capaz de apreciar la intensidad y la fuerza de la explosión rítmica y melódica que producían las canciones minimalistas pero llenas de furia de estos cuatro muchachos que dieron al traste con los cánones tradicionales del rock de su tiempo para inventar el subgénero del punk rock a mediados de los años 70 del siglo pasado. Crearon así un movimiento rebelde al interior de un movimiento como el rock, que, paradójicamente, ya se presentaba como rebelde en sí mismo.

En este sentido, es posible que no solo personas del talante de Scruton, sino también ciertos actores de la industria musical y ciertos críticos (esa casta soberbia de supuestos entendidos en cualquier manifestación artística o cultural), nunca hayan sido capaces de apreciar la adrenalina y la energía electrizante de canciones como «Blitzkrieg Bop», «Sheena is a Punk Rocker», «I Don’t Wanna Grow Up» y un sinfín de temas que nos dejaron las más de tres décadas de carrera de la banda que dio nacimiento al punk rock.

Sin embargo, a pesar de haber compuesto algunos de los clásicos más inolvidables de la historia del rock y de haberse convertido en un grupo de culto, Los Ramones nunca tuvieron éxito comercial (uno de los ídolos de nuestras sociedades capitalistas). Podría decirse que tuvieron mala suerte. A las radios de la época no les gustaba su estilo, y por tanto, no pasaban sus canciones al aire, por lo cual los discos no se vendían y el grupo permanecía relativamente al margen del mainstream. A muchos críticos (aunque no a todos) no les entusiasmaba el grupo. Les parecía que curtían un rock chabacano y poco refinado. Algunos lo consideraban un estilo que amenazaba el futuro mismo del rock. Es sintomático que Los Ramones nunca hayan sido portada de Rolling Stone.

A pesar de todo, la banda siguió adelante. E hizo un insoslayable legado a la cultura pop (independientemente de la apreciación que tengamos de esta), revitalizando cierto rock aburrido y decadente de la época con un sonido potente, directo y sin artificios, y contribuyendo al nacimiento de otros grupos del género que sí tuvieron mayor reconocimiento –por ejemplo, Sex Pistols, The Clash y otros que vendrían después, como Nirvana, Pearl Jam, Green Day, además de una legión de admiradores que reconocen su influencia–. A diferencia de todos estos, Los Ramones solamente fueron reconocidos, y de forma meramente simbólica, por cierto, cuando ingresaron al Salón de la Fama del Rock n’ Roll en el 2002, y una vez deshecho el grupo y ya fallecidos algunos de sus miembros.

Pero algo ocurrió cuando Los Ramones, ese grupo que había sido despreciado en vida por algunos especialistas y los grandes medios, comenzaron a visitar ciertos países de Latinoamérica, en especial Brasil y Argentina, en el marco de una serie de giras musicales que llegaron al clímax cuando, en 1996, tocaron en el estadio Monumental de River ante alrededor de cuarenta y cinco mil fans, para perplejidad de los propios miembros de la banda, que apenas se lo creían, más allá de que desde hacía tiempo habían dejado de tocar en antros como el histórico CBGB de Nueva York.

¿Cómo se explica esto? Quizás porque esos chicos de nuestro ámbito geográfico –con los que los jóvenes paraguayos tienen no poco en común– habían sido excluidos y marginados política, económica y socialmente y podían identificarse fácilmente con las canciones esencialmente nihilistas de estos músicos neoyorkinos –más allá de lo cool de sus chaquetas de cuero negras y sus jeans ajados (que Tommy había ideado)–. Al fin y al cabo, en ambos casos, los convencionalismos de la sociedad y sus estándares arbitrarios les habían dicho, injustamente, que no, aunque en diferentes contextos vitales y espacios políticos.

Quizás la música era solo un escape pasajero a sus angustias existenciales para estos jóvenes marginados, excluidos y, por qué no decirlo, confundidos, que acudían con fervor a ver a Los Ramones. Pero hasta un alivio pasajero puede significar –de la mano de tu banda favorita– un pedazo del cielo aquí en la tierra, por efímero que sea, sobre todo para quienes viven en el infierno de una sociedad profundamente injusta y desigual y que no ofrece grandes oportunidades para el crecimiento personal y humano de la mayoría de sus jóvenes (amén de las mentiras oficiales que escuchamos siempre).

Tommy Ramone fue el último de los integrantes originales de Los Ramones (aunque Marky, que lo reemplazó y todavía vive, puede considerarse un miembro pleno y con derecho propio del grupo). Pero el fallecimiento de Tommy –ese gran baterista y promotor conceptual del grupo– nos invita a reflexionar sobre el legado de la banda, que trasciende lo musical para remitirnos a la importancia de vivir nuestras propias vidas auténticamente y sin estar atados a los convencionalismos del establishment ni a las opiniones sociales prevalecientes –e incluso desafiándolas–, como lo hiciera en su tiempo el filósofo de la antigüedad Diógenes el Cínico.

Y esto, en una sociedad cerrada y de rasgos tribales (en el sentido popperiano) como la nuestra, no es poca cosa. Gracias, Tommy, Johnny, Joey y Dee Dee, por las canciones y por todo lo demás. Descansen en paz. ¡Adiós, amigos!

Para Sheena, como siempre (y también para Ramonita)

dmoreno28@yahoo.com

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