La industria del amor

Una breve pincelada histórica sobre la rentabilización de las emociones en la Modernidad, a propósito del inminente jueves, Día de San Valentín.

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El próximo jueves es 14 de febrero, Día de San Valentín, y, como cada año, nuestro modo de celebrar esta fecha –al igual que las de Año Nuevo, Navidad, Día de la Madre, etcétera– diferirá completamente, lo sepamos o no, del modo de «celebrar» propio del mundo antiguo y medieval, precapitalista, si se quiere, e incluso del predominantemente puritano y austero, weberiano, mundo del capitalismo primitivo. Hay quizá, sin embargo, restos no asimilados de emoción en el escenario que intentaremos bosquejar aquí, este escenario en el que todo –¿o casi todo?– se segmenta al tiempo que se homogeniza.

Casi: habremos de volver a ese adverbio.

Como ha explicado, entre otros, Le Goff, en la Edad Media el tiempo de los negocios era el profano, pero el tiempo impuesto por la Iglesia para los ritos religiosos pertenecía a Dios y no se podía dedicar al lucro. Tiempo del alma, pues, con su propio calendario y sus propios ciclos. Aun podemos sentir esa separación estructural entre el tiempo mundano y el tiempo sagrado en la escena recogida por Millet –ya en la Modernidad, en pleno siglo XIX– en su Angelus, una atmósfera casi completamente extinta hoy, el momento de irrupción de la idea de lo eterno en la subjetividad como parte de la vida cotidiana en la antigua cultura agraria que empezaba a ser desplazada por la industrialización: todavía el recogimiento de la hora del Angelus aísla allí el alma de las actividades económicas e, interrumpida la labor, sacos, horquilla y carretilla a un lado, sumidos en el misterio de los ritmos inmutables, los dos campesinos adquieren la consistencia perdurable de los monumentos, la sustancia universal de los arquetipos.

El cristianismo, y más ampliamente el hecho religioso, es un fenómeno extremadamente rico y complejo, por lo general denostado hoy sin demasiado conocimiento, y no siempre ni necesariamente funcional al capitalismo –ni, tal vez, en sus manifestaciones más exaltadas, a orden social alguno, si se observan sus diversos momentos de conflicto histórico con los poderes seculares–; de ahí que haya tanto ateo de derechas.

(Por coincidencia, dicho sea de paso, hablando de esos momentos de conflicto histórico, al buscar imágenes de celebraciones –populares, no burguesas– hace unos minutos, encontré el retrato de los Cavadores, los Diggers, vistos por Clifford Harper, que ilustra estas líneas. Gerrard Winstanley, el principal teórico de ese pequeño grupo de campesinos cristianos que, en la Inglaterra del siglo XVII, se levantaron contra la propiedad privada de la tierra, expuso en el folleto de 1649 The True Levellers Standard Advanced lo que cabe llamar una teología revolucionaria que fundamenta la expropiación de las tierras antes comunes y la revuelta contra la inequidad fundamental del trabajo asalariado.) 

Tal como la mayoría suele creer que el anticlericalismo es progresista, que el cientificismo es racional o que el ateísmo es de izquierdas, la simplificación de los fenómenos culturales propia de los relatos hegemónicos impulsa a identificar la Edad Media con la oscuridad y, frecuentemente, con la represión de la vitalidad y de los instintos, pese a que en realidad dicha represión, como Weber expuso tempranamente y con brillo, es característica más bien de la Modernidad: la abundancia de los días festivos en el calendario medieval nos aterraría en estos tiempos de proactividad y emprendedurismo, y las energías no amansadas por la industria ni ajustadas a la medida de los cauces del consumo para correr por ellos sin desbordarlos, esas energías derrochadas en las fiestas de los locos y los carnavales, fueron vistas, conforme el feudalismo declinaba, cada vez más como estorbos para el desarrollo económico.

La domesticación de esas energías no fue consumada por la Iglesia medieval, sino por los poderes laicos de la moderna sociedad civil. Si la inicial reacción puritana, a medida que iba prevaleciendo la cultura asociada al capitalismo, consistió en el rechazo moral de tales excesos –en tanto que enemigos de la disciplina laboral y estorbos, por ende, como dijimos, para el crecimiento económico–, su posterior aprovechamiento comercial reveló un modo superior y más eficaz de extinguir lo que pudiera en ellos haber de indomesticado.

El tiempo, dijo Benjamin Franklin, es dinero. El reloj se erigió inicialmente en guardián por excelencia de las virtudes de la Modernidad, contra los arcaicos ritmos agrarios y religiosos del mundo rural y los ritos sagrados, sin lugar posible en las nuevas estructuras productivas de la sociedad industrial. Hasta que el desarrollo de dicha sociedad permitió descubrir en una fase posterior que aquellos repudiados excesos no eran obstáculos, sino oportunidades comerciales.

Cada año, el 14 de febrero derrochamos, no sé si amor, pero sí chocolates, osos de peluche, salidas a bares y discotecas, flores, perfumes y cenas en restaurantes, y constatamos, desde el palpitante corazón de nuestra economía, la perfecta canalización de nuestros deseos y de nuestros sueños hacia el mercado, la mercantilización de las fantasías, la satisfacción, con ofertas de bienes y servicios, de todo posible anhelo.

Creo que en el largo proceso de domesticación del tiempo precapitalista sin relojes, con sus arcaicas y salvajes fiestas, con sus rupturas y sus inclaudicables distancias espirituales del orden productivo, fue decisiva la aparición de la publicidad y de toda una industria de las emociones, y que nuestro modo de celebrar está marcado por una rentabilización de los sentimientos que, desarrollada entre fines del siglo XVIII e inicios del siglo XX, los ha –según mencionamos al principio– segmentado y uniformado a la vez, al igual que todo.

O que casi todo. Casi: ese adverbio, de tan discreta y aun nimia presencia, quizá represente, en el escenario que acabamos de bosquejar aquí, el poderoso resto de lo que todavía (casi) nos pertenece.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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