La magia del anarquista que no creía en los reyes

Esta es la historia de un Día de Reyes como hoy, en el que varios niños que se habían ido a la cama sin esperanzas de recibirlos, encontraron regalos al despertar.

La magia del anarquista que no creía en los reyes
La magia del anarquista que no creía en los reyes

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En el verano de 1936, los presagios de guerra en España se palpaban en el aire. Faltaba poco para que reinara el terror. El 18 de julio el ejército se sublevó, desatando una lucha «entre dos concepciones distintas de la vida», recordará Jesús Galíndez (1): «de un lado estaban los que todo lo tenían y aún querían más, y de otro los que nada tenían y querían algo». Apoyaron a los militares las fuerzas reaccionarias y los señoritos de la Falange, y trabajadores, obreros, intelectuales de todo el país –y de todos los países– defendieron la República.

Aunque esta historia sucede en España, es universal por el gesto que cuenta y porque su protagonista, que salió brevemente de la zona de penumbra de los olvidados un Día de Reyes como hoy, soñaba con hacerse a la mar para ir a ayudar a quienes lucharan en todo el mundo por un mundo más justo.

Ya en plena Guerra Civil, y en medio de los letales silbidos de las balas y los escombros y ruinas del frente, un frío día de enero de 1937, en Madrid, Mario Arnold –seudónimo del escritor y periodista leonés José García– entrevistó a un humilde y oscuro miliciano, al que había ido a buscar a las trincheras por curiosidad, porque acababa de enterarse de que este hombre se había presentado días atrás al comandante Lizarraga, de las Milicias Antifascistas Vascas, y le había dicho:

–Tengo ahorrados cuarenta duros y quiero que compre usted juguetes para los hijos de nuestros milicianos.

Aquel combatiente pobre y sin fortuna que había donado todo el dinero que tenía para regalar juguetes a los niños el Día de Reyes era un anarquista donostiarra llamado Clemente Famaraza. «A continuación –cuenta nuestro reportero, Mario Arnold–, busqué a Clemente en la trinchera. Me interesaba oír de sus labios el motivo principal que le impulsó a desprenderse de las doscientas pesetas».

La entrevista salió en la revista madrileña Mundo Gráfico (2), con dos fotos de Clemente en el parapeto, empuñando el fusil, una de ellas con otros milicianos. «¿Por qué has dado tanto dinero para comprar juguetes a los niños?», le pregunta el leonés. «Yo nunca supe –responde Famaraza– de estas pequeñas alegrías. En el Hospicio, primero, y en casa de los que me adoptaron, después, la vida fue dura conmigo». Mario Arnold insiste: «Esos cuarenta duros podían haberte ayudado mucho», y Famaraza dice sencillamente: «¡Bah! Una sonrisa infantil vale medio mundo. Deja que los niños rían. Ellos son los hombres de mañana, y deben crecer lejos de toda amargura, para que tengan un porvenir dichoso, sin recuerdos oscuros como los míos...»

La entrevista habla de anhelos que nunca sabremos si se cumplieron o terminaron rotos. Clemente Famaraza quería ser marino cuando terminara la guerra, para viajar a otros países y unirse en ellos a quienes lucharan «por devolver trabajo, alegría y pan a los hogares pobres». «Pasaremos –anuncia, soñando en alta voz– de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad con una canción feliz que nos enseñará la victoria».

La guerra interrumpe el encuentro, Mario Arnold explica a los lectores que la entrevista termina porque acaban de llamar a Famaraza a «un servicio importante», y con ese final abierto a la vida o la muerte del entrevistado concluye su escrito, mientras lo ve alejarse, fusil al hombro.

«Muchas veces, en la calle, recuerdo que me quedaba embobado ante los escaparates de juguetería y caminaba detrás de un niño cualquiera que tuviese en sus manos lo que a mí nunca me dieron», explicaba al periodista ese hombre bajito y magro de carnes y de bolsillos, olvidado, como tantos, por la Historia, Clemente Famaraza Sandegui, nativo de Guipuzcoa, de vocación nómada y sin fronteras, que quería hacerse a la mar para llegar a otras tierras y hermanar a los distantes, huérfano criado en un hospicio para pobres –«hospiciano»–, que trabajó de canillita, que estuvo en la cárcel por sus ideas antes de entrar en las Milicias Antifascistas Vascas y que acababa de donar el dinero de sus nóminas navideñas para que aquellos niños que el 5 de enero de 1937 se fueran a la cama tristes y sin esperanzas se toparan al otro día con sus regalos de Reyes, paradójico milagro de un modesto anarquista que no creía en cetros ni coronas.

Notas

(1) Jesús de Galíndez: Los vascos en el Madrid sitiado, Buenos Aires, Editorial Vasca Ekin, 1945, p. 9.

(2) Entrevista a Clemente Famaraza en Mundo Gráfico, miércoles 10 de febrero de 1937, p. 6.

crononauta700@gmail.com

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