La suprema continuidad del olvido

Desde Asunción, Paraguay: EULO GARCÍA (Buenos Aires, 1978). Poeta, músico y cantautor, actualmente, es el guitarrista de Trueno, dúo de rock instrumental que integra con el músico Robert Irrazábal en la batería, y, además de haber tocado el bajo durante más de una década en las bandas nacionales de metal Slow Agony y The Profane, ha publicado el libro de poemas Gris (2010) y el cedé con canciones de rock y de blues, todas, en la letra y en la música, de su autoría, Blues existencial (2012).

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Abro el libro al azar. El tiempo aplastado dentro de él explota e invade mi nariz. Estornudo. En una página impar, una frase subrayada: «Menos mal que, por lo menos en el papel, el tiempo puede ser comprimido, ahorrado, anulado». Me sale una sonrisa como impulso, una treta falaz para camuflar el susto. «Joder –pienso–, ¿habrá, acaso, vez alguna en la que eludiremos silenciosos los ojos escrutadores de la palabra viva-muerta (la escritura) que eternizó el Supremo?».

No tiene ni tendrá una trascendencia vital dentro de las convocatorias ineludibles ya de la literatura, pero tengo con relación a Yo El Supremo dos anécdotas que me dejaron en suspenso, con una sonrisa boluda que no sabe para dónde disparar.

Una de estas anécdotas se remonta a una lejana tarde de 2001, o 2002 tal vez, época en que andaba con el libro a cuestas estallando en carcajadas al dos por tres con la soberbia exagerada, a veces, y la sabiduría y la locura que contiene la voz multiplicada del Supremo, en la que escuchaba y veía a Roa Bastos crecer inconmensurable y agarrar toda la historia paraguaya y derramarla hacia el futuro, en una especie de acto sarcástico de tahúr insoportable de nuestra suerte no menos ineludible. Literatura, en fin.

Igual de ineludible me era por entonces el recuerdo de otra tarde, más lejana aún (quizás del 91, quizás del 92), en la que con el curso del colegio fuimos al Municipal para una función de la versión teatral de la magistral obra de Roa. Varias son las cuestiones por la que aquella tarde fue determinante en mi acercamiento, pasión y persecución de la literatura y la historia. Una de ellas es que desde esa oportunidad me es imposible dejar de ver al Doctor Francia cada vez que veo a Ramón del Río –quien en aquella puesta interpretara al anciano Dictador– tomándose un café en el Biggest o caminando (pareciera eternamente) por las calles del centro con una capeta bajo el brazo; del mismo modo en que no puedo dejar de verlo a él cada vez que escucho hablar o leo un fragmento de Yo El Supremo.

Por eso, lo de aquella lejana tarde de 2001 o 2002 es algo que hasta ahora me arranca la misma sonrisa boluda y me deja mirando o imaginando aquel libro que ya no tengo. Aquella tarde viajaba yo en el 37 rumbo a casa, con el libro abierto entre mis manos, leyendo y riéndome, como era común en ese entonces. Y quién sabe qué sentencia habrá emitido S. E. en ese momento, pero mi carcajada apareció justo en el instante en que el colectivo frenó en la parada de Presidente Franco y 14 de Mayo, frente al Museo Casa de la Independencia, y desde la puerta delantera vi subir, como si ascendiese desde el infierno, a Ramón del Río con su infaltable carpeta bajo el brazo.

Por supuesto, la carcajada se me atragantó como si se me hubiese aparecido un fantasma en mitad del colectivo. El legendario actor se habrá percatado de mi estupor, pero mantuvo el rostro serio e imperturbable. El tiempo se me hizo una broma. La realidad, un sueño.

Ese mismo libro (una vieja primera edición de 1974) se lo dejé una vez, allá por el 2003, a don Roa, con intenciones de que me lo firmara y me escribiera en él una dedicatoria impersonal, aunque para mí importante. Habíamos ido en patota alucinada con el equipo de compañeros y compañeras que por aquellos locos años editábamos el periódico El Yacaré. De aquella reunión –que habrá durado unas dos o tres horas– sacamos una divertida e interesante entrevista que se publicó luego en tres ediciones de nuestro querido semanario.

Ese ejemplar del Supremo se quedó en su casa, creo que junto a otros libros de mis compañeros, a la espera de la firma deseada de quien escribiera su obra cumbre –y cumbre también de la literatura paraguaya– sorteando un cúmulo de contrariedades, que es quizás la forma por excelencia en la que pueden surgir las obras cumbres. Lo llamamos luego no solo una, sino dos, tres, cuatro y no sé cuántas veces más. Ya no nos fue posible concertar una siguiente cita. El trajín de la vida y sus incontables trampas hicieron que desertara de las llamadas a su teléfono, esperando ingenuamente algún encuentro fortuito que me permitiera mencionarle la ingenuidad primera de haber dejado aquel libro en su casa. Esto, por supuesto, no ocurrió.

Hoy ese hecho ya no me tortura tanto. Imaginar ese libro oculto y olvidado entre la cantidad de libros que habrá dejado esparcidos en la soledad de su biblioteca me es una fantasía soportable. A fin de cuentas es un libro suyo. Es Su libro.

Tomás Eloy Martínez recuerda, en su genial artículo «El rey Lear en Asunción», que durante la escritura de Yo El Supremo Roa Bastos sufrió una serie de descompensaciones de salud.

«Muchos años después –recordaba Martínez en su artículo– le pregunté si lo que le sucedía en aquellas noches no eran meros ataques de pánico por el miedo a morir antes de terminar su novela. La pregunta lo ofendió. “Estaba enfermo de veras”, me corrigió. “Sufría arritmias graves, picos de hipertensión, y en el hospital se lo tomaban muy en serio. Contra lo que suponés, nada me daba miedo. Yo estaba seguro de que no moriría antes de la última página del Supremo y sabía que, aun muerto, la novela se seguiría escribiendo”».

Yo no tengo dudas de ello. Porque al culminar este texto (su escritura o su lectura) la novela seguirá ahí, con todo su tiempo comprimido, ahorrado o anulado en el supremo descanso de sus páginas malditas.

eulomadero@gmail.com

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