Lee un fragmento de “La bailarina de Auschwitz”

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«Podría sintetizar toda mi vida en un momento, en una imagen; es esta: tres mujeres con abrigos de lana oscuros esperan cogidas del brazo en un patio desolado. Están agotadas. Tienen polvo en los zapatos. Forman parte de una fila muy larga.

Las tres mujeres son mi madre, mi hermana Magda y yo. Es nuestro último momento juntas. No lo sabemos. Nos negamos a planteárnoslo. O estamos demasiado cansadas para especular siquiera sobre qué nos espera. Es un momento de separación, la de la madre de las hijas, la de la vida como había sido hasta entonces de lo que vendría después. Y, a pesar de todo, solo puedo darle ese significado en retrospectiva. Nos veo a las tres desde atrás, como si fuera la siguiente en la fila. ¿Por qué la memoria me muestra la parte trasera de la cabeza de mi madre y no su cara? Su pelo largo está recogido en una elaborada trenza sujeta con un clip en la parte superior de la cabeza. Las ondas de color castaño claro de Magda le tocan los hombros. Mi pelo negro está embutido bajo una bufanda. Mi madre está de pie en el centro y Magda y yo nos inclinamos hacia adentro. Es imposible discernir si somos nosotras las que mantenemos derecha a nuestra madre o viceversa, si su fuerza es el pilar que nos sostiene a Magda y a mí.

Ese momento es la antesala de una de las mayores pérdidas de mi vida. Durante siete décadas, he vuelto una y otra vez a esa imagen de nosotras tres. La he estudiado como si, escudriñándola lo suficiente, pudiera recuperar algo precioso. Como si pudiera recobrar la vida que antecede a ese momento, la vida que antecede a la pérdida. Como si eso fuera posible.

He regresado para poder permanecer un poco más en ese momento en que nuestros brazos están juntos y nos mantenemos unidas. Veo nuestros hombros inclinados. El polvo que se deposita en la parte inferior de nuestros abrigos. Mi madre. Mi hermana. Yo.

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* * *

Nuestros recuerdos de infancia son a menudo fragmentos, breves instantes o encuentros que, juntos, conforman el álbum de recortes de nuestra vida. Son lo único que nos queda para entender la historia que nos explicamos a nosotros mismos acerca de quiénes somos.

Incluso antes del momento de nuestra separación, mi recuerdo más íntimo de mi madre, aunque lo guardo con cariño en mi memoria, está lleno de pena y pérdida.

Estamos solas en la cocina y ella está envolviendo los restos del strudel, que ha hecho con una masa que le he visto cortar y plegar a mano como si fuera una gruesa sábana, sobre la mesa del comedor. «Léeme», dice, y cojo el deteriorado ejemplar de Lo que el viento se llevó de su mesita de noche. Ya lo hemos leído entero una vez. Ahora, lo hemos vuelto a empezar. Me detengo en la misteriosa dedicatoria escrita en inglés en la primera página del libro traducido. La caligrafía es de hombre, pero no es la de mi padre. Mi madre se limita a decir que el libro fue el regalo de un hombre al que conoció cuando trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores, antes de conocer a mi padre.

Nos sentamos en sillas de respaldo recto junto a la estufa de leña. Leo la novela adulta con fluidez, a pesar de que solo tengo nueve años. «Me alegro de que tengas cerebro, porque no tienes planta», me ha dicho ella en más de una ocasión; un halago y una crítica a la vez. A veces puede ser dura conmigo. Pero disfruto de ese momento. Cuando leemos juntas no tengo que compartirla con nadie. Me sumerjo en las palabras, en la historia y en la sensación de estar sola en el mundo con ella. Escarlata regresa a Tara al final de la guerra y descubre que su madre ha muerto y su padre ha enloquecido de pena. «A Dios pongo por testigo —dice Escarlata— de que nunca volveré a pasar hambre». Mi madre ha cerrado los ojos y reclina la cabeza en el respaldo de la silla. Quiero subirme a su regazo. Quiero apoyar mi cabeza contra su pecho. Quiero que me toque el pelo con los labios.

—Tara… —dice—. América, ese sí que sería un sitio bonito de ver.»