Los reyes hechizados, II

En el capítulo anterior dejamos un enigma sin resolver: en la Antigüedad se llamaba «magos» a los sacerdotes persas de Zoroastro, según leemos en Herodoto. Pero el punto es que, dado el tradicional rechazo de la magia por parte de la Iglesia, ¿no es extraño que el cristianismo rinda culto a los Magos de Oriente, a los que posteriormente llamaremos los (tres) Reyes Magos?

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MAGOS Y REYES

Bien, volviendo a Herodoto, dado que los «magoi» tenían dotes adivinatorias e interpretaban los sueños, es extraño que el cristianismo rinda culto a los Reyes Magos, teniendo en cuenta el tradicional rechazo de la magia por parte de la Iglesia.

(Algunos de los mil ejemplos de tal rechazo: en De civitate Dei, Agustín ve en la magia un comercio entre hombres y demonios; Isidoro de Sevilla hace lo mismo en el capítulo octavo de sus Etimologías; Tomás de Aquino la condena como perversión del orden natural de las cosas en la Summa Contra Gentiles; y, como se sabe, mucho después, ya en el siglo XVII, en su Carta sobre los prodigios de la naturaleza, Roger Bacon tendrá que defenderse de los cargos de practicar la magia que se le imputan).

Y creo que el hecho de que los Reyes Magos vieran el nacimiento de Jesús en una estrella y que la estrella los guiara encaja en la definición de magia que da Alfonso X «el Sabio» en la General Estoria: «saber con que los que lo saben obran por los movimientos de los cuerpos celestiales sobre las cosas terrenales y sobre todas aquellas que son de dentro del cerco de la luna».

(En contrapartida, creo que se podría hablar de cierta tradición que ve en Moisés un mago –al menos, en su recién citada obra, Alfonso X lo llama «muy sabio de las estrellas y gran estrellero», y, por ir a las fuentes paganas, Plinio el Viejo lo nombra entre los grandes magos de la Antigüedad en su Historia Naturalis, como también Apuleyo, y, entre los autores griegos, Diodoro de Sicilia y Estrabón– sin que eso arroje sombras, al parecer, sobre la reputación del patriarca).

INICIACIONES Y MISTERIOS

En el Sarcófago de Aurelio, encontrado en las catacumbas de San Lorenzo Fuori le Mura, Roma, hay un altorrelieve en mármol del siglo IV. En él, los Reyes Magos visten el traje de los sacerdotes de Mitra, gorro frigio o «pileus» y pantalones «anaxyrides». Con ese traje persa, en el arte sirio pagano, se representaba a Mitra y a Zoroastro, y a los tres hebreos quemados en el horno y al profeta Daniel, en el cristiano. Era el traje de Orfeo, la deidad tracia. Figuras todas asociadas a rituales iniciáticos y religiones mistéricas (que en esos primeros siglos de nuestra era le disputaban al cristianismo el primer puesto en el ranking) y con la magia. Lo señala en «Una Iconografía polémica: los Magos de Oriente» P. Grau-Dieckmann (Mirabilia: Revista Eletrônica de História Antiga e Medieval, Nº 2, 2002), que añade que «El dios pagano fue suplantado serenamente por un dios de magia más potente que también podía resucitar a los muertos». En el arte paleocristiano, la condición de mago o taumaturgo de Cristo se enfatiza en las escenas de milagros con una vara (como la «varita mágica» de los relatos populares) o con el gesto «mágico» de su mano. Para algunos, según esta línea de investigación, Jesús trajo el triunfo de una magia más poderosa sobre la de eras anteriores.

A favor de estas tesis, cabe recordar que, en su Discurso verídico, crítica de un filósofo pagano del siglo II al cristianismo, escrita entre los años 176 y 180 de nuestra era (no nos ha llegado completa, pero, por cómica paradoja, hay una buena reconstrucción gracias a los largos fragmentos citados textualmente por Orígenes, el gran enemigo del autor, en su Contra Celsum), Celso acusa a Cristo de ser solo un mago y no hacer sino magia con sus supuestos milagros. A mi juicio, lo digo con placer por su destreza, el gran acierto de Celso fue presentar como mutuamente excluyentes la condición de mago y la de dios, de modo que el punto fuerte de Cristo, es decir, sus «milagros», al poner así en entredicho su divinidad, se volvieran automáticamente contra él.

INFORMACIÓN Y SENTIDO

Los datos que tenemos sobre los Reyes Magos son tan pobres en información como ricos en sentido. Sabemos que lo han dejado todo –y que no han dejado poco, pues son reyes– por seguir una estrella. Sabemos que su errancia significa que todos los bienes y placeres y dichas que se puedan tener en este mundo nada valen al lado del anhelo de lo que aún no se tiene. Oscuramente, sabemos que su viaje no termina. Vuelven cada enero, y la intuición infantil ya nos dice que entre un año y el siguiente no se detienen, sino que siguen a la estrella y que en su eterna, hechizada errancia, su tiempo perpetuo coincide cíclicamente con el tiempo lineal de nuestras breves vidas cuando pasan otra vez por nuestra ventana.

Algo así debió presentir el astrónomo y matemático de la corte de Rodolfo II de Habsburgo Johannes Kepler cuando, el diecisiete de diciembre de 1603, vio el acercamiento de Júpiter y Saturno con su telescopio y se preguntó si el evangelio se refería a eso al hablar de la estrella que guió a los Reyes Magos.

Pasan cada año por nuestra ventana. Hacen abrevar a sus monturas en el plato de agua que les dejamos en el alféizar, previendo su tránsito, marcado en nuestros calendarios por los astros, y magnánimos a fuer de reyes, nos dejan obsequios en señal de gratitud por el parco refrigerio. Oscuramente sabemos desde niños que la estrella no puede apagarse ni dejar de atraerlos, pero que tampoco podrán alcanzarla, que siempre estará a igual distancia de todo, siempre tan cerca y tan lejos de los monarcas errantes como el gran misterio, el secreto y poderoso motor de todo lo vivo.

No es ilusión tramposa ni espejismo que extravíe al espíritu con falsas promesas y lo lleve al abismo en el que caerá por mirar a lo alto –emblema de la locura fatal del hechizado–. No, en todo caso, necesariamente: si lo es, o si no lo es, no está al alcance de nadie saberlo, ni, por ende, a nuestro alcance afirmarlo. Puede que esa estrella conduzca al cumplimiento de las aspiraciones más hondas, al encuentro de los dones que todo corazón secretamente espera –regalos venidos del fondo de los tiempos, de la memoria muda de los primeros y en el fondo nunca abandonados sueños, a través del duro desierto de la existencia–, y puede, igualmente, que mienta y lleve solo a engaño o a desengaño, pero, aun si fuera mentira, sin tal mentira no sería posible ni vivir ni respirar.

Melchor, Gaspar, Baltasar, nombres mágicos, hablan de secretos e ilusiones, de sorpresas y tesoros, de dones y alegrías. Nombres de los tres monarcas del reino de los deseos, el más hermoso y terrible de los reinos de la noche: reyes legendarios, se duerme para soñarlos, se vela para atraparlos, y tal vez el subconsciente los espera toda la vida sin que uno mismo lo sepa.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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