Una justificación

Del paisaje y su fotografía y de su experiencia con la fotografía del paisaje nos habla hoy Jesús Ruiz Nestosa, a propósito de su muestra La Estepa Castellana, próxima a inaugurarse esta semana, 50 años después de su primera exposición.

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Hasta para definir la tierra de Castilla, esa extensa región que iba desde el Cantábrico por el norte hasta la frontera de Andalucía por el sur, hay desacuerdo. Para el filósofo Giner de los Ríos (Ronda, 1839 - Madrid, 1915), que revolucionó todo el sistema educativo español en su Institución Libre de Enseñanza, la sierra de Guadarrama es la expresión más significativa del paisaje castellano. Para él, Castilla es la tierra de la montaña y la piedra. El filósofo Ramiro de Maeztu (Vitoria, 1875 - Madrid, 1936) pensaba lo contrario y definía la región como «la meseta sin árboles».

Lo que se impone a la mirada del viajero, si es atento, es lo último, por su espacio vacío, por su soledad, por su silencio, por su estoicismo, por su austeridad. No es, entonces, el paisaje hecho por el hombre, sino el hombre el que fue hecho por el paisaje, ya que tales rasgos se vuelcan en el hombre castellano: en su vestir, en su arquitectura, en su mobiliario, en su música, en su arte, en su literatura; una tierra, según la vio Antonio Machado: «por entre grises peñas, / y fantasmas de viejos encinares, / allá en Castilla, mística y guerrera / Castilla la gentil, humilde y brava, / Castilla del desdén y de la fuerza» (1).

Sea una u otra la manera de percibirla, Castilla es una inmensurable planicie en lo alto de una meseta a 800 metros sobre el nivel del mar. Un lugar donde la mirada se desliza sobre la tierra plana hasta donde alcanza la vista. Y allá muy lejos, gracias a la transparencia de un aire carente de humedad, el horizonte se cierra en cadenas de montañas con sus picos nevados buena parte del año.

Para entender ese paisaje, para sentir sus espacios carentes de volúmenes donde entre el cielo y la tierra solo hay etéreo vacío; para penetrar en sus campos sin árboles, se debe dejar que pase el tiempo. No es un encuentro fácil ni se produce de manera espontánea. El paisaje se resiste; no se entrega, como tampoco se entrega fácilmente su gente, cerrada sobre sí misma ante la presencia del extraño.

Ese paisaje es el que he querido retratar; retratar como lo define la Real Academia de la Lengua: «hacer la descripción de la figura o del carácter de una persona», o «de una cosa», añado yo. Un paso difícil de dar, consciente de que la palabra «paisaje» se ha desvalorizado ante ese torrente de torpe experimentalismo que la mayoría de las veces solo sirve para disfrazar o esconder la incapacidad de expresar una idea cargada de significados.

El fotógrafo francés Marc Pataut (París, 1952) acaba de exponer una colección de paisajes en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid y en el catálogo habla de sus experiencias con niños que sufren algún tipo de discapacidad mental, atendidos en un centro psiquiátrico. Como parte de su trabajo, les distribuyó cámaras desechables para que hicieran sus propias tomas. Los resultados fueron un golpe letal a su concepto de la fotografía: «Vi imágenes que no tenían nada que ver con la idea que yo tenía, por aquel entonces, de la fotografía (…) Son fotos en las que comprendo que existe una configuración cultural de la mirada: nos fijamos en la cara para representar y lo hacemos con el ojo. Comprendo que un retrato no es solamente una cara, que la fotografía pasa por el cuerpo y el inconsciente, por algo distinto del ojo, la inteligencia y el talento, y que la posición del periodista, del fotoperiodista no es ni la única ni es la más eficaz» (2).

Enfrentar tales palabras y las imágenes de Pataut en aquellas salas blancas, austeras, tan lejos de los museos acrobáticos que diseñan los arquitectos «modernos» (el edificio que ocupa actualmente este museo fue un hospital en el siglo XIX), obró como una respuesta a lo que en ese momento me preocupaba. La materia era la misma: el paisaje. El reconocimiento de que el retrato no es solamente una cara, ni el paisaje una expresión acartonada de un lugar que muy bien puede existir en algún sitio o, de lo contrario, solo en la imaginación, muy limitada, del artista, me abrió la mirada hacia otros rincones, más bien interiores que exteriores.

He buscado que esos elementos escondidos de un paisaje determinado que tiene que ver con lo austero, lo adusto, lo sobrio, lo severo, se encontraran también de cierta manera en «mis» paisajes y que las imágenes tuvieran la misma desnudez y despojamiento. Por eso evito toda intervención de la imagen. Esto que se ve, es lo que está originalmente en el «negativo», si hablásemos de fotografía analógica. En el caso de la imagen digital, no sé cómo se diría.

Ya en la época en que solo teníamos la fotografía analógica era contrario a la manipulación de la imagen, pues también se la manipulaba, debiendo vencerse muchos obstáculos. Si en alguna oportunidad lo hice (en mi serie Demoliciones, 1980), no fue para lograr un efecto pictórico, sino todo lo contrario: para terminar de una vez por todas con la sacralidad de la imagen, de la «foto-bien-hecha» de los foto-clubes, de las fórmulas convencionales y academicistas que se publicaban en Popular Photography.

La invención del photoshop, antes que un aporte, ha significado un retroceso enorme; ha causado a la expresividad de la fotografía un daño que tardaremos todavía algún tiempo en poder evaluar.

Así como estoy en desacuerdo con la imagen intervenida, deseo que su contemplación adquiera de nuevo los rasgos de espontaneidad, de inocente asombro, de perpetua sorpresa que tuvo en algún momento la contemplación de una imagen. Esto me parece importante, pues hemos llegado a un punto en el que muchas veces, más de las deseadas y aconsejables, el nombre del comisario de una exposición es más importante que el nombre del propio artista. Al igual que en muchas religiones y, especialmente, en algunos ritos, se ha vuelto imprescindible la presencia de un mediador (el chamán, el comisario o el crítico) entre el hombre común (el espectador) y la divinidad (el artista) mientras el intérprete comparte, vicariamente, el poder de esa divinidad porque conoce sus fórmulas secretas y se las aclara, solo parcialmente, a los neófitos.

Si vamos a sostener que la obra de arte es un todo, contra aquello de que tiene «forma» y «contenido» que se pueden analizar de manera separada e incluso que a veces entran en conflicto, si vamos a negar que tal dualidad existe, tenemos que comenzar a dar por terminada la «interpretación» de la obra de arte para que el espectador la disfrute tal como la percibe, convencido de que no existe ningún elemento escondido que no conoce y que le está robando el disfrute total de lo que, en estado total de gracia, está contemplando.

La Estepa Castellana

La muestra de fotografía La Estepa Castellana, de Jesús Ruiz Nestosa, será inaugurada este martes 11 de diciembre a las 19:30 horas en el Centro Cultural de la República El Cabildo (Avenida De La República y Alberdi). Entrada libre y gratuita.

Notas (1) Antonio Machado, Campos de Castilla, Poema CXXXV.

(2) Marc Pataut, Primeras tentativas, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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