William Burroughs, Jack Kerouac y Allen Ginsberg, escritores norteamericanos de "la generación perdida"

Cargando...

Ernest Hemingway, John Dos Passos, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Ezra Pound, E. E. Cummings, entre otros, a los que más o menos caprichosamente se dio en llamar —un poco equívocamente, según veremos— “generación perdida”. Importa recordarlos como antecesores de la “generación vencida”, donde sobresalen los nombres de Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso… A mitad de camino queda otra generación compuesta particularmente por novelistas de superior interés, la que va desde Norman Mailer, Nelson Algren, hasta J. D. Salinger, Saul Bellow, James Jones, William Styron…; marcan, en el eterno vaivén de tendencias, el paso de la “rebelión a la conformidad”, según un crítico, Maxwell Geismar, cuyas vistas son más sociales que literarias, y por ello deben ser puestas en cuarentena. Y aún está por definir otra generación posterior, la de 1960, donde resaltan figuras como James Purdy, Bernard Malamud y John Updike, sin olvidar a dos mujeres: Catherine Anne Porter y Mary McCarthy; la primera, iniciada como cuentista, destacada después como novelista poderosa en una obra de alegórico título medieval —que había sido utilizada por Baroja—, La nave de los locos (Ship of fools); la segunda, procedente del ensayismo crítico, con otra novela de empeño, The group.

Muy de vez en cuando la verdadera historia de cómo se escribió una novela resulta aún más interesante que la novela misma. Quizás este sea el caso de Y los hipopótamos fueron hervidos en sus tanques, un libro mítico que permaneció perdido durante más de sesenta años (recientemente editado en Buenos Aires), que transcribe un crimen pasional ocurrido en Nueva York y que fue escrito a cuatro manos por dos de los escritores más importantes de la literatura occidental del siglo pasado: William Bu-rroughs y Jack Kerouac.

Esos narradores pertenecen a la llamada “generación beat”, o “generación perdida”, como ya lo vimos, que compartieron con el poeta Allen Ginsberg y otras figuras que expresaban la cultura juvenil de posguerra, la rebeldía y la liberación sexual y espiritual, el orientalismo y el ateísmo, y también la tolerancia y psicodelia como búsqueda de la conciencia, valores que luego influirían en la sociedad de masas y que revolucionarían el mundo hacia los años 60 y 70. Devenidos “beatniks” ya no rompen amarras con su país; al contrario, vagabundean libremente por sus cuatro extremos y su emigración se efectúa más en el tiempo que en el espacio, desde el momento en que se sumergen en las lejanías orientales, repetimos, en un budismo zen muy personalmente interpretado. Con todo, el espíritu de grupo, la tendencia a obrar en pandilla, del mismo modo que cierto gusto por el escándalo y las drogas, parecen venirles a Kerouac y a sus amigos no de los Estados Unidos, sino de Europa.

La generación beat era entonces continuidad y ruptura de otra generación literaria: la generación del jazz, que en los lujosos y alocados años 20 habían encarnado, entre otros, Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, como ya lo apuntáramos. Ambas fueron denominadas “generaciones perdidas”. La generación del jazz se hundía en el alcohol; la generación de los beats se hundía en heroína y anfetaminas. Las dos eran producto también de la frivolidad y la depresión del comienzo del siglo XX, y luego del puritanismo conservador del “American Way of Life”.

Eran los vencidos. Pero vamos a acercarnos más a ellos. “Vencidos da vida” —recordemos— se designaron Eça de Queiroz, Ranalhao Ortigao y otros escritores portugueses hacia fines de siglo, también sin motivo explícito, a no ser por la sensación de hallarse encerrados en el fin de la tierra en Europa. En cuanto a los vencidos norteamericanos de 1960, uno de sus miembros, John Clellan Holmes, ha escrito con razón: “La palabra ha sido utilizada en contextos tan diferentes que todo el mundo se confunde. Para mí “beat” no significa vencido. Quiere decir “agitado o desnudo o en carne viva”. Y otro del mismo grupo, Neal Cassady, dice que la expresión “beatnik” le evoca “las visiones más altas que un hombre puede alcanzar”. ¿Por qué medio? “La marihuana —agrega— es un camino para obtenerlas”. Declaración que le sitúa literariamente casi un siglo atrás, en la época simbolista de los “paraísos artificiales”, aunque podrá pretenderse que estas apelaciones al “miserable miracle” —según frase de quien lo ha experimentado, Henri Michaux— pueden modernizarse bajo los nombres de péyotl o mescalina, si bien estas “puertas de la percepción” —con palabras y también experiencias de Aldous Huxley– se cierran enseguida sobre el que las franquea. Por lo demás, y en correspondencia con otros aspectos de los frenéticos, no es difícil establecer su linaje literario y sus preferencias. Arrancan de la confesión impúdica de un Henry Miller y quieren llegar a los delirios de un Antonin Artaud, pasando por el amoralismo de un Jean Genet y la voluntad sumergida en el laberinto alegórico de un Samuel Beckett.

No se vea en esta ligera caracterización ningún afán de disminuirlos. Al menos, en relación con la manera como les pintan sus apologistas, Gene Feldman y Max Gartenberg (The beat generation and the angry young men, 1958), quienes para definirlos dicen: “Una generación de picoteadotes de andrajos, en busca del Misterio, de la Magia, de Dios, en una botella, una aguja de inyecciones, una trompeta de jazz”. Y en otro párrafo agregan: “El credo de la ‘beat generation’ es muy sencillo y directo: el único camino para congraciarse con la vida en este planeta es carenarla hasta darse de bruces con la realidad tal como es, tal como uno la encuentra en todos los momentos de agonía y de goce”. Pero, en rigor, si nos atenemos a las propias declaraciones de Kerouac y sus congéneres, lo que buscan simultáneamente es la exaltación y la autoaniquilación por las vías del budismo zen, muy libremente imaginado, más que por otras del quietismo místico a la manera de Miguel de Molinos (cuya existencia ignoran), el heresiarca español del siglo XVII, y que sirvió de modelo a Valle-Inclán para sus propósitos de crearse una estética en La lámpara maravillosa. Dado el ardor con que los “beats” se lanzan a ambos extremos —el seudomístico y el sensual—, el calificativo que más les cuadra es el de frenéticos.

John Clellan Holmes atribuye tal desasosiego a la decepción que en ellos produjo la trasguerra del 49. Creyeron encontrarse con un mundo más libre, exento de amenazas y cohibiciones, y cayeron de frente en la guerra fría. Pero la rebeldía o desconcierto de los veinteañeros nunca, desde los días del romanticismo, ha necesitado un pretexto explícito. La diferencia es que ahora su estampa ya no es la figura de un hombre desmelenado, en camisa, erguido en una piedra frente al abismo, sino la San Francisco —cuartel general de los “beatniks”—, viven en “camping” permanente, atraviesan como polizones los Estados Unidos; o el de otros —si no son los mismos— que en los “dancings” nocturnos recitan poemas entre el estrépito del “jazz”, se drogan con marihuana, copulan promiscuamente y hacen todo lo imposible por vivir una también imposible y anacrónica bohemia; no advierten que el Montparnasse, el Bloomsbury y Greenwich Village de 1925 —inclusive el Saint-Germain-des-Prés de 1950— son ya solamente anécdota retrospectiva.

Los admiradores de la generación beat saben desde hace años de la existencia de la “Novela del Origen”, pero tuvieron que esperar la muerte de un periodista de United Press Internacional para verla impresa. La publicación, en noviembre de 2007, en Londres, de And the Hippos Were Boiled In Their Tanks (literalmente, “Y los hipopótamos fueron hervidos en sus tanques”), de William S. Burroughs y Jack Kerouac, es un acontecimiento literario, no solo porque juntó a dos de los tres escritores beat más destacados, sino porque el libro relata una historia —de amistad masculina, obsesión gay y asesinato— que llegó a fascinar a una veintena de escritores estadounidenses. Los lectores que piensan que la obra maestra de Kerouac, En el camino, publicada en 1957, fue su obra de juventud, se asombran al constatar que Y los hipopótamos fueron hervidos en sus tanques fue escrita en 1944. El protobeat tenía entonces apenas veintidós años, y era “un extraño y solitario místico católico” de Lowell, Massachussets. Su amigo Burroughs, maldito entre los malditos, frío, aterrador y entendido en conductas extremas, tenía treinta años; su época de éxito con El almuerzo desnudo y Junkie empezaría más tarde, en 1959. El tercero de este trío de visionarios “volados”, drogones y sexualmente ambiguos era Allen Ginsberg, el desgarbado poeta judío vorazmente homosexual, cuyo innovador libro, Aullido y otros poemas, fue publicado en 1956.

El encuentro literario entre Jack Kerouac y William Burroughs en 1944 fue el principio de un engañoso y aparente desencuentro. Cuando escribieron juntos, ninguno de los dos había publicado nada: The Town and the City, de Kerouac, apareció en 1950, y Junkie, de Bu-rroughs, en 1953. Tiempo después de haber escrito un libro juntos, escribieron dos libros que deben leerse como el mismo libro: en un sentido, Los subterráneos es el reverso heterosexual de Queer, escrita en los años cincuenta pero publicada tres décadas más tarde.

Los dos crearon mitologías: uno inventó una mitología del mundo, de los desplazamientos por el mundo con actitud falsamente vitalista; el otro imaginó una mitología de pesadilla para el paisaje del inframundo. Ambos creyeron inventar procedimientos de signo contrario: la prosa espontánea y el cut-up se oponen del mismo modo en que lo hacen la adición expansiva y la sustracción sentenciosa, literalmente, el recorte. Pero sería un error derivar de aquí que Kerouac era una especie de humanista que creía en la transparencia y en la inmediatez y Burroughs un cínico que confiaba en la lejanía. Hay una zona, la zona del adelgazamiento anecdótico y el espesor de la lengua, en la que Nova Express se encuentra con Visiones de Cody o Doctor Sax (cuyo personaje fáustico fue modelado sobre la silueta del autor de El almuerzo desnudo).

Está a punto de salir a la luz pública una obra suya que hace cuatro décadas nadie quiso publicar. El autor defendía esa novela gráfica como “un libro único”, un trabajo en conjunto con el ilustrador Malcom McNeill que convertía en realidad su afirmación de que el lenguaje es un virus. La atípica novela ilustrada de ciencia ficción Ah Pool Is Here saldrá al mercado este año, en una edición de lujo que prepara Fantagraphics Books. En simultáneo, se publicarán en los Estados Unidos las memorias de MacNeill sobre su relación con Burroughs durante los siete años que trabajaron juntos.

Burroughs, que vivió desafiando todos los límites, incluso los de la cordura, es un escritor clave para entender a la Beat Generation. Vivían y escribían, sobre todo al principio, desde los márgenes del sistema y, como los músicos de jazz, hacían un culto de la improvisación. Esa marcha a contrapelo y, en cierto modo, romántica alcanzaba a menudo ribetes grotescos e incluso terribles. Al respecto, Burroughs tiene un récord: bajo los efectos de las drogas que consumía, mató a su propia mujer de un tiro cuando intentaba darle a un vaso de vidrio posado en la cabeza de la dama, en lo que fue llamado el “incidente Guillermo Tell”.

Los “beatniks” o los frenéticos se han definido más bien mediante gritos y teorías sueltas que merced a obras articuladas, salvo en algunas poesías y otras tantas novelas, como ya lo hemos señalado en párrafos anteriores. A un género epiceno pertenece el libro, en cierto modo famoso, que se titula precisamente Aullido (Howl, 1956), original de Allen Ginsberg (que con Burroughs y Kerouac completaban la Santa Trinidad Maldita), personaje que a semejanza de Genet no vacilaba en confesarse homosexual o más bien heterosexual, sin contar pequeñas licencias con la propiedad ajena. Ginsberg —que nació en la década del 20 como Kerouac, Holmes y otros—, tras graduarse en la Universidad de Columbia, servir en la marina mercante y adoptar otros oficios, estableció su cuartel general en San Francisco; después ha deambulado por América del Sur. Un poeta famoso, de una generación precedente, William Carlos Williams, ha alabado Aullido con los términos más entusiastas. Se intentó contra su autor un proceso por obscenidad, si bien luego fue absuelto. Los adeptos de Ginsberg consideran dicho poema como “la extrema protesta de la generación vencida”. Pero ¿qué es, en definitiva, este aullido sino una redición aumentada de cuanta “poesía maldita” ha caído sobre el mundo desde los días de Rimbaud, es decir, otra “temporada en el infierno”, hecha de visiones discordantes, imágenes descoyuntadas, salidas escatológicas, a través de un verbalismo no por suntuoso menos retórico, y que por ello no se libra de sonar como un nuevo “arte”? Pero mejor que sintetizar ningún juicio, limitémonos a copiar alguna estrofa. Comienza así:

“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, pereciendo de hambre, histéricas, desnudas, / arrastrándose al alba por las calles de negros en busca de una poción colérica, / hipster con cabeza de ángel que ardían por el antiguo contacto celeste con el dínamo estelar de la maquinaria de la noche, / que (pobreza y harapos y ojos huecos y ebrios) fumaban sentados en la sobrenatural oscuridad de departamento sin agua caliente flotando entre las cimas de las ciudades contemplando el jazz…”.

Una imagen más clara y completa de los frenéticos nos la proporcionan las novelas de Jack Kerouac, señaladamente En la carretera y Los vagabundos del Dharma. Ante todo, porque se trata de obras en buena parte autobiográficas; después, porque en contraste con su deficiencia técnica y una inevitable pobreza de recursos expresivos, poseen una frescura, una espontaneidad que les otorgan subido valor testimonial. Se diría que Jack Kerouac, al modo de Henry Miller, ha vivido todo lo que cuenta y que igualmente, con la misma incontinencia del autor de Gran Sur y las naranjas de Jerónimo Bosco, considera digno de ser contado todo lo que le sucedió. Aunque Kerouac pasó por la Universidad de Columbia, más han influido en él sus tiempos en la marina mercante durante la guerra, otros oficios y posteriormente sus andanzas a través de gran parte del vasto territorio norteamericano.

Tales andanzas, un inacabable vagabundeo forman la sustancia temática de las dos principales novelas de Kerouac: On the road y The Dharma Bums. La traducción del título más rigurosamente exacta de la primera no es En el camino, según se ha hecho, sino En la carretera, puesto que las autopistas de los Estados Unidos son su escenario. Poseídos de una especie de “perpetuum movile”, si no es más llanamente una infatigable desazón viajera, sus dos principales personajes apenas dejan trayecto por recorrer en el enorme mapa de la gran nación norteamericana. Como no tienen nada de caballeros y sí mucho de pícaros, sus itinerarios los cumplen no a lomos de caballos, tampoco por el aire, sino en calidad de polizones, practicando el “auto stop” en los camiones o viajando subrepticiamente en los trenes de carga. Ahora bien, acontece que estos reambulantes no son personajes de ficción, sino en una buena parte son seres reales, al punto de que si en el sujeto que narra, Sol Paradise, es fácil reconocer muchos rasgos del propio Kerouac, en otro personaje, Dean Moriarty, tampoco es muy hipotético hallar rastros de Neal Cassady. Reales o imaginarios, estos dos seres viven poseídos por un verdadero frenesí: saltan de un automóvil a un tren de mercancías, cambian de mujeres, beben sin limitaciones, esporádicamente se aplican a trabajos manuales para subsistir o bordean la delincuencia. El alcohol, la marihuana, las conversaciones descosidas, aunque pretendan abordar temas trascendentales, llenan la mayor parte de sus días. Sin embargo, tales personajes vienen a quedar en un segundo plano ante el inacabable desfile de la más varia fauna humana con que se encuentran en su interminable vagabundeo.

Menos rica en este sentido, pese al título, es otra novela —superiormente lograda— del mismo Kerouac, Los vagabundos del Dharma. A ella se agrega, como nuevo elemento, la influencia oriental, los reflejos del budismo más japonés que hindú, el deslumbramiento por paraísos menos artificiales que los producidos por la droga y que tienen su fuente en un zenismo, llegado a ellos por incógnitas vías. De ahí la mezcla o alternancia de aventurerismo y religiosidad, de pureza en las cumbres y abyección en la llanura; en suma, la búsqueda de un significado trascendente a existencias muy terrenas. Episodio capital en Los vagabundos del Dharma es la subida al pico de una montaña, el Matterhorn, sin duda existente, pero que por momentos parece tan irreal como El monte Análogo, de René Daumal. A ese punto llega el realismo denso de algunos norteamericanos: a desrealizar y volver fantástico el universo tan sólidamente real que les circunda.

Héctor M. Guyot escribe: “El espíritu gregario de Jack Kerouac fue determinante para este puñado de escritores que hace más de medio siglo sentaron las bases de la contracultura hoy sea recordado como un grupo que devino generación. Los unía la sensación de que el mundo crujía bajo sus pies, es cierto, pero los separaban sensibilidades muy distintas. Fue Kerouac, con su extraordinaria capacidad de empatía, quien a lo largo de aquellos años mantuvo, sin proponérselo, el espíritu de cuerpo. Todos podían reflejarse en él, y de algún modo, sucesivamente, él se buscó en el resto de los integrantes de la tribu”.

Kerouac siempre necesitó un ladero en sus correrías y en su aventura literaria. Al principio, en los años cuarenta, en la ebullición del encuentro, se deslumbró con la verba whitmaniana de Allen Ginsberg, con quien solía trenzarse en largas y trasnochadas conversaciones, y con las lecturas y el halo faústico de Burroughs. Pero pronto pasaría de la sofisticación del autor de Junkie a concentrar su entusiasmo en la energía dionisíaca de Neal Cassady, un exconvicto con ambiciones literarias que luego, con sus extensas cartas, le inspiraría el estilo de En la carretera. Su siguiente héroe ya pertenecería a la Costa Oeste. La amistad —la identificación— de Kerouac con el poeta Gary Snyder, si se quiere uno de los primeros ecologistas.

En cuanto a los gustos literarios de estos “beatniks”, o “rebeldes sin causa”, Caroline Freund los define así: “Prefieren Jung a Freud, el concepto de lo colectivo al de lo personal. Otras influencias sobre sus pensamientos han sido San Francisco de Asís, Uspenski y San Juan de la Cruz. Admiran a Joyce por su oscuridad. Se adhiere a las convenciones del inconvencionalismo con el entusiasmo de un rotario por sus reglas”. Respecto al tipo de existencia que llevan, a su nomadismo y, sobre todo, a cierto vago afán proselitista, uno de ellos ha escrito con indescifrable jactancia: “Podemos ser comparados con los primitivos cristianos. Somos los ‘fuera de la ley’ en la ‘mentira social’, el pueblo perseguido, el apocalíptico, el nocturno”.

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...