Si la sociedad no sufre los dolores de parto, no compra pañales, no paga la cuota del colegio, no restituye a la mujer el varón que la abandonó embarazada, no asegura que el nuevo ser tendrá una infancia digna con una madre que no lo quiere, ¿de dónde obtiene la facultad para castigar a la mujer por liberarse de la carga impuesta unilateralmente por un impulso natural, irresistible y traicionero?
Si la Iglesia y el Estado son meros espectadores pasivos del sacrificio de criar a la prole, ¿qué fuerza moral tienen para obligar a una madre potencial a soportar un hijo que no desea o no puede mantener? Si aceptamos que la mujer goza de libre albedrío por gracia divina, ¿qué derecho tiene la sociedad de coartar su libertad?
¡Perjudica al hijo, lo mata! ¿Qué hijo? El embrión, una etapa del inicio de la vida, no es un ser humano, así como el trigo no es el pan o la flor no es el fruto. Y si invocamos a Dios para dirimir este conflicto, la cuestión pasa a ser materia de discusión entre Él y la conciencia de la mujer.
La idea fue rechazada en el Congreso argentino, hecho que nos lleva a suponer que el debate no tardará en darse en nuestro Parlamento. Llegado ese momento, esperamos que los varones tengan la decencia de abstenerse de votar para permitir que solamente las mujeres parlamentarias se ocupen de resolver este drama femenino.
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Quienes no tengan respuestas racionales a estas preguntas harán muy bien en no oponerse a la legalización del aborto. Así participarán indirectamente en la reducción de las discriminaciones que sufren las mujeres y, de paso, se ganarán la complacencia del planeta Tierra, jadeante bajo el peso de la sobrecarga humana.
Víctor Manuel Ruiz Díaz
