Confesiones del abuelo

Cuando tu edad se acerca a los 70, la vida te pasa facturas. La empanada y el asado se convirtieron en colesterol; los sueños juveniles “evolucionaron” a actitudes conformistas y el amor pasional sobrevive como un brumoso recuerdo.

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Tus rebeldes compañeros en la heroica lucha contra la dictadura ahora son profesionales absorbidos por el sistema, acomodados empresarios o, peor aún, planilleros a costa del Estado. Hasta aquellos fanáticos militantes de la ultraizquierda se adaptaron a alguna ONG que se sostiene con fondos del imperialismo o encontraron algún hueco en las múltiples instituciones gubernamentales.

La familia experimentó cambios. La casa, que tuvo que ser ampliada a medida que los hijos iban llegando, ahora ya quedó grande porque los pajaritos fueron creciendo, levantaron vuelo y cada uno formó su propio nido.

Los esperados y ruidosos almuerzos familiares de los domingos transcurren en nuevos escenarios: muchos de los nietos todavía duermen, sus papás navegan en las redes sociales y el diálogo cara a cara se reduce a esporádicos monosílabos.

La barra de los muchachos se fue achicando con el paso de los años; algunos se mandaron mudar a otros lares, unos cuantos desaparecieron prematuramente y otros, simplemente, se borraron de las reuniones sociales. Hoy, los dedos de una mano te sobran para contar a tus cuates con quienes compartir un tereré o un par de cervezas.

La política, que tanto te preocupaba en la juventud, hoy es un lejano eco de las mismas discusiones y promesas de antaño. Es un reiterado deja donde, en tiempos electorales, los candidatos prometen solucionar todos los problemas y luego, instalados en el poder, solo se ocupan de llenar sus bolsillos y montar su propio escudo de impunidad.

Ya viste eso tantas veces y se repite..., como si a nadie le importara. Tus ambiciones y prioridades fueron mermando a medida que aparecían las canas y tu rostro incorporaba arrugas. Querías cambiar este mundo injusto y cruel, pero la urgencia por conseguir el pan diario y ciertos placeres de esta sociedad del consumo arriaron tus viejas banderas y, un poco por comodidad y otro por cansancio, tus metas se redujeron a aceptar esta vida tal cual es, viviendo lo mejor posible hoy, pues no sabés si habrá un mañana.

Has visto demasiadas cosas y tanta gente te ha desengañado que te suenan a falsos y sinvergüenzas los profesionales del ñe'ẽ rei que dictan recetas sobre cómo ser feliz con tu pareja o cómo triunfar en esta vida aunque te falten dos piernas.

Ah, y la salud. ¡Cuántas cosas interesantes querés hacer, pero tus condiciones físicas se niegan a intentarlo siquiera! Solo te queda una aburrida caminata diaria y, eso sí, una cantidad de pastillas de diversos colores y tamaños que debés tomar, dicen que, “para estar sano”.

Ya quedan muy pocas cosas a las que concedes algún valor: el chiste satírico de un amigo, la inocente sonrisa de una niña, el refrescante sabor de tu bebida preferida, alguna buena película clásica, ese rico asado de costilla que el doctor te prohibió, ver en la tele el partido de tu club que anda a los tumbos y alguna que otra cosa de no mucha importancia.

Aunque nadie te lo diga, ya sabés que estás esperando la carroza, pese a que esta no tenga fecha de llegada. Un socio suele bromear diciendo: “Muchachos, miren que las bombas van cayendo cada vez más cerca”.

Una lágrima interior hace cosquillas al espíritu. Este baile se va acabando y hay tantas cosas que no pudiste hacer o que las hiciste de manera equivocada. Ay, si pudiera volver a los 20 años, fantaseás, pero tus pensamientos se interrumpen porque aparece tu hija con la nieta, a quien le dice:"¡Kimberly, abrazale al abuelo que quiero alzar tu foto en Instagram!". Y ahí vamos, sonríe abuelo, que la vida es bella.

ilde@abc.com.py

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