Siempre pensé que mi destino era servir a otros, porque a tan corta edad me acostumbraron..., no, mejor dicho, me obligaron a trabajar para otras personas. "Por dinero baila el perro", dice una frase, pero la diferencia fue que yo danzaba por imposición de mis papás, pues no nos alcanzaba para los tres alimentos básicos del día y necesitábamos dinero.
Fue así que comencé a adaptarme al papel de empleada doméstica; mi primer trabajo lo realicé lugar en la casa del jefe de mi papá. La experiencia no fue muy agradable, pues yo solo tenía 13 años, en aquel entonces, debería estar en séptimo grado pero, en lugar de eso, pasaba el plumero por los estantes, barría las piezas, la sala y la vereda de la casa.
Junto con mi familia éramos de Paraguarí, pero eso cambiaría solo para mí cuando una propuesta les llegó a mis papás. Mi madrina, quien sostenía un negocio en Asunción, insistió en llevarme como criada con la condición de que un plato con comida esté en mi mesa, un techo resguardara mi bienestar y tener una educación de calidad.
Con el simple hecho de escuchar “educación”, la idea les convenció a mis papás, quienes siempre quisieron lo mejor para mí y, sin dudar, aceptaron el trato. Aunque me sentía utilizada por tal acuerdo, sabía que la luz de esperanza para mi futuro giraba en torno a la formación que mi madrina me estaba prometiendo.
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Cuando llegué a la casa, expresé en mi mente "a esta gente no le falta nada" y fue así, al parecer, yo solo era un complemento más para el servicio del lugar. Con mis 15 años pasé los momentos más humillantes de mi vida; desde cocinera, "limpiabaños" hasta, sin que yo tenga idea alguna de cómo arreglar una cisterna, me utilizaron como plomera; usé disfraces de distintas profesiones con la motivación de seguir estudiando.
Si sonaba una campana, producida por la dueña de la casa, me esperaba una orden que debía cumplir. Más que como una criada, me sentía una esclava al servicio de un amo y me daba cuenta de que cuatro paredes no son motivos para tenerle a alguien en la humillación.
Por más que mi madrina haya cumplido su parte, la experiencia de ser una criadita marcó como un sello de nitrógeno mi vida. Después de superar las pruebas, aquellas que un pobre debe afrontar, hoy en día, con mis 25 años, doy lo mejor como docente en una escuelita a fin aportar mi granito de arena como persona y mantener viva en otros la esperanza de salir adelante con los libros en mano.
Por Ezequiel Alegre (18 años)
