Al principio, no dudé en aceptar la propuesta de ser la amante de un narco y, aunque sabía perfectamente las consecuencias negativas que acarrearía esta decisión, me dejé llevar por la idea de que iba a tener mucho dinero, joyas y, por supuesto, poder. Es verdad, fui muy tonta y vanidosa al aceptar meterme en este problema yo sola.
Pasan los días y no tenemos una cita normal, pues detrás de nosotros siempre están unos custodios armados hasta los dientes. Me doy cuenta de que muchas chicas desean tener una vida lujosa, igual que la mía; sin embargo, no saben que detrás de la ropa costosa, el maquillaje y todas las joyas se encuentra una mujer infeliz que se muere por ser como ellas: libres e independientes.
De tantas amenazas que recibimos, nos mudamos a cada rato, parecemos unos nómadas. Cuando llega la noche y me dispongo a descansar, el insomnio se apodera de mí sin compasión; es más, duermo con un ojo cerrado y el otro abierto por miedo a que alguien salga del ropero y nos asesine.
En este laberinto sin salida abundan el peligro y falta la tranquilidad. Desde que ingresé a esta vida, la muerte ronda detrás de mí, pues si cometo un paso en falso, no sé si despertaré en mi habitación o amaneceré tirada en una cuneta.
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Siento una profunda tristeza, pues ya llevo cinco meses sin saber nada de mis padres. Hay días en que quiero abrazarlos, pero desde que me mudé con Mauricio perdí la comunicación con ellos. En pocas palabras, antes de entrar a esta jaula, me cortaron las alas.
No acostumbro a inmiscuirme en los asuntos de Mauricio, pues, como dicen, “la curiosidad mató al gato”; sin embargo, esta conocida frase no se aplica fácilmente a la realidad, pues aunque no sé los trámites sucios que tiene él. De igual manera, soy el blanco perfecto de los sicarios.
Definitivamente, si decidís vivir en el mundo del narcotráfico, vos no ponés las reglas del juego: te las imponen y debés acatarlas al pie de la letra si querés estar enterita. En esta sociedad, hay solo un camino, el cual es vender tu libertad por cosas materiales y someterte a una pesadilla que no tiene fecha de caducidad.
Por Dahiana Galeano (19 años)
