Diario de un abuelo: viví, amé, fui feliz y ahora espero el último tren

Este es un relato de ficción. Tiempo atrás, fui el héroe de mi hijo y el príncipe de mi nena. Hoy, vivo olvidado en una habitación; ya no escucho un “te quiero, papá” y mis nietos no vienen a jugar conmigo. Fui feliz, no lo niego, pero me siento muy solo.

https://arc-anglerfish-arc2-prod-abccolor.s3.amazonaws.com/public/XHVTMC27PJFGZPTPMDH7GFKGVU.jpg

Cargando...

A mis 90 años, mucho ya no puedo hacer para agradar a mi familia. Sin embargo, recuerdo que hubo un tiempo en que fui el héroe de mi hijo Carlos; cuando yo llegaba del trabajo me recibía con una gran sonrisa y, a los gritos, me pedía que lo alzara upa para dar miles de vueltas en el aire. Mi hija Laura me veía con adoración, me daba un fuerte abrazo, un dulce beso en la mejilla y, con su tierna voz, me contaba todo lo que había hecho en el día.

Me sentía el marido y el padre más afortunado del universo. Era el cómplice de los niños cuando llevaban a cabo sus travesuras y los defendía del enojo de mi esposa en el momento en que ella los descubría. Luego, acompañaba a mis hijos hasta su habitación y me quedaba mirándolos hasta que cerraban sus ojitos y caían en un profundo sueño.

Recuerdo el día en que Carlos recibió su título de médico; derramé unas lágrimas. ¿Pueden creerlo? Yo, que me consideraba un hombre fuerte, lloré porque mi hijo me había dicho estas palabras: “Papá, gracias por tanto. Te quiero”. Pero, en honor a la verdad, esa no fue la única vez que me derrumbé frente a un miembro de mi familia. Nunca voy a olvidar la mezcla de sentimientos que se apoderó de mí cuando Laura se casó; estaba feliz porque ella era dichosa y, al mismo tiempo, no podía evitar entristecerme al ver que mi pequeña princesa se iba de mi lado para formar su propio hogar.

Luego vinieron los nietos. ¡Ah, qué alegría produce tener la oportunidad de ver la manera en que se agranda la familia! Mi esposa y yo nos sentíamos dichosos de ser partícipes de la felicidad de nuestros hijos cuando cargaban por primera vez a sus pequeños y también los acompañábamos si es que se desesperaban porque uno de los niños tenía tos o fiebre.

Compartimos muchos cumpleaños, navidades y aniversarios; la unión nunca faltó en la familia. Sin embargo, con el correr de los años, las visitas de nuestros hijos y nietos se volvieron más escasas. Carlos, por motivos laborales, se trasladó a Ciudad del Este y solo telefoneaba de vez en cuando. Laura y su marido tampoco venían muy a menudo, solo cuando tenían algún acontecimiento y necesitaban que cuidáramos a los niños.

Lejos de entristecernos, mi esposa y yo nos decíamos que era parte del proceso de la vida; uno tiene a sus hijos, los cría, los cuida y les brinda un cariño incondicional. No obstante, más tarde o más temprano, ellos se desprenden de uno para extender sus alas y explorar por sí mismos nuevos horizontes. Si Carlos y Laura eran felices, ¿por qué nos íbamos a sentir bajoneados? ¿Acaso había algo más importante que la alegría de nuestra familia?

Pero la edad no viene sola. Contra todo pronóstico, mi esposa cayó enferma un día y me dejó huérfano del amor matrimonial. Toda la familia quedó en shock y yo sentí un profundo pesar por la pérdida de quien había sido mi compañera de vida por más de cincuenta años.

Mis hijos, al advertir mi aflicción, decidieron que lo mejor era mudarme con Laura para no vivir solo. ¡Ja! La atención que querían brindarle a este viudo solo duró unos cuantos meses. Después, me hicieron de lado otra vez.

No me quejo, pues tengo un techo, ropa limpia y comida, pero me encantaría que dejaran que saliera de mi habitación si hay alguna visita; al parecer, ya no me creen cuando les digo que voy a sentarme a compartir la mesa y no saldré con mis viejas historias de adolescente. Solo quiero que me lleven al jardín y conversemos sobre lo mucho que extraño a mi esposa; también me gustaría acompañar a los niños en sus paseos por el parque y que no me miraran como si yo fuera un extraño.

Ahora me encuentro en mi habitación. Hoy, como siempre, nadie ha venido a preguntar qué tal estoy o si necesito algo. La empleada me trajo la cena, me aseó y me acostó. Después, silencio. Estos son los momentos en los que me cuestiono si los besos y los mil “te quiero” que alguna vez me ofrecieron mis hijos y nietos no habrán sido solo productos de mi imaginación.

Me encantaría que mi situación fuera distinta a la de mi esposa, a quien lloraron y dedicaron tiernas palabras cuando ya estaba mortalmente dormida en el cajón. Mientras una lágrima recorre mi arrugada mejilla, pienso en que sería maravilloso que me hicieran sentir importante y querido, antes de que sea demasiado tarde y mi alma haya emprendido el viaje sin retorno.

Por Viviana Cáceres (18 años)

Enlance copiado
Content ...
Cargando ...