En una tarde sabatina bastante calurosa, mis amigos y yo fuimos a refrescarnos al río de Piquete Cué, ya que queda a pasos de nuestros hogares. Ah, mi nombre es Carlos y tengo 16 años.
Son las cuatro de la tarde; la sensación térmica, seguramente, sobrepasa los 40 grados porque el calor es insoportable. Lamentablemente, la playa ribereña está bastante descuidada y contaminada por las basuras por doquier que hay en el lugar.
Al llegar a las costas del río, grito eufóricamente: ¡El último en llegar al agua comerá carrera baqueta! El colero del reto fue José y, por supuesto, tuvo que cumplir con esa prenda. El intenso calor y las refrescantes aguas son la combinación ideal para disfrutar de un chapuzón con los amigos.
La simulación de tiburón, el vóley y los saltos acrobáticos, desde las canoas estacionadas en las costas del río, se apoderan de una tarde que, seguramente, en el futuro, se convertirán en una anécdota inolvidable.
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Ya un poco cansados de jugar, a Isma se le ocurre una idea: “¿Y sí nos vamos un poco más hacia allá para probar la profundidad?”. José y yo aceptamos sin dudar dos veces y comenzamos con el desafío.
Avanzamos lentamente, intentando llegar lo más cercano posible al medio del río. “Hasta acá llegamos muchachos, es hora de volver”, comenta con preocupación José. Nos es para menos, el agua ya se encuentra a la altura del cuello.
Ellos vuelven, pero yo decido quedarme. Quiero seguir avanzando, pues falta muy poco para llegar a la mitad del río. Solo tres pasos hacía adelante fueron suficientes para que caiga de forma inesperada a un pozo.
Como no sé nadar, aguanto todo lo que puedo bajo el agua y luego grito desesperadamente cada vez que tengo la oportunidad. José e Isma ya llegaron a la costa y encima piensan que estoy bromeando. Creo que este es el fin.
Al menos, mentalmente, diré mis últimas palabras antes de partir: “mamá y papá, los amo. Dios, por favor, no dejes que le falte nada a mi familia”. Aguanté tanto tiempo bajo el agua, que ya no siento mis piernas ni mis brazos.
De repente, cuando decido dejarme caer en el pozo, siento un fuerte agarrón de alguien en mi cabello, que me estira hasta la costa del río. Respiro descontroladamente boca arriba y hasta escupo saliva de rabia. Me doy cuenta que dos hombres desconocidos, en mi último suspiro, me salvaron de la muerte. Escucho fuertes aplausos de todas las personas presentes en la playa y siento que volví a nacer y que aprendí una valiosa lección.
Ricardo Núñez (19 años)
