Todo estaba preparado y, casi como una costumbre anual, buscaría alguna aventura para aprovechar los días conocidos como santos, siguiendo una vieja tradición. Este año, quería conectarme a mi misma con la naturaleza de una forma extrema y, por eso, subir al Cerro Ñemby, una de las elevaciones más emblemáticas del Departamento Central, era lo que necesitaba.
Mucha gente comentó que, durante los supuestos días santos, el cerro se convertía en un escenario en el que se conjugaban el arte, la tradición y la creencia, de una forma muy peculiar. Asimismo, se esparcían rumores de la presencia de un grupo llamado los estacioneros, quienes desde tiempos ancestrales recorren 14 paradas del lugar, cada Viernes Santo, representando con sus cantos una trágica historia de entrega y amor.
Recuerdo perfectamente que fui hasta el cerro, cuando caía el sol de aquel viernes; sin embargo, desde que llegué a ese lugar, la emoción y la sorpresa no pararon de acelerarme el corazón. Miles de peregrinos se congregaban en ese lugar y no entendía muy bien el porqué; en la entrada, numerosas antorchas alumbraban un camino, en el que con mucha fe y hasta con lágrimas en los ojos, los devotos se encaminaron a escalar.
Repentinamente, escuché un sonido muy parecido a un lamento; los estacioneros acompañaban a la multitud, entonando aquellas canciones que narraban algo más que solo una creencia religiosa y una expresión cultural. No obstante, lo más relevante de aquella tarde fue la representación teatral, en la que un hombre tenía una corona de espinas en la cabeza y realizaba, según los relatos, un sacrificio de amor.
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Lo realista de aquella muestra teatral, en conjunto con los cantos, las luces, la fe de los espectadores e, incluso, el llanto de algunos de ellos despertó en mí una sensación que hasta el momento no puedo explicar con claridad. Cuando finalizó este acto, todos los feligreses se retiraron, llevando paz y esperanza en sus corazones. En mi caso, me prometí a mí misma, salpicada por las emociones experimentadas, que el año siguiente volvería al Cerro Ñemby a vivir de nuevo esta travesía que cambió mi forma de ver al mundo.
Por Rebeca Vázquez (18 años)
