Quería recorrer todo el lugar y mamá no me dejó. Fue efímera mi emoción de haber llegado porque cuando quise salir no pude, pues mi madre solo me dijo que entre a un cuarto, el que sería mi recinto los siguientes días santos.
Mamá se sulfuraba más que nunca porque el viaje familiar tendría que servir para alejarse de la iglesia, pero al parecer no sería así. Ella le había pedido ayuda a una amiga para encontrar un buen lugar y así llegamos a San Ignacio, Misiones.
Nada mal pintaba la zona, pero la expresión de mamá cambió cuando se dio cuenta de que San Ignacio era centro de celebraciones de Semana Santa. Ella recitaba argeles sátiras, mientras su enojo se notaba en cada paso imperativo que daba por esta casa.
Ese Viernes Santo transcurría aburridamente entre lo que sería mi cama y la ventana. Manos que necesitaban tocar tierra, pies que suplicaban por correr un poco y que me retaban por no haber traído una pelota y ojos que lamentaban perderse aquella vista de afuera, hacían que me sienta desesperado por salir.
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“La ventana no puede ser tan pequeña, un chico de 11 años cabe ahí”, me dije mientras planeaba mi aventura. Al concretar mi fuga de casa, ya oscurecía y noté un camino de velas que me llamó a seguirlo sin preguntarme quién era yo ni por qué escapé.
Los últimos rayos de un sol que se ocultaba, las velas que me dieron calma y creaban un mundo fantasioso, la oscuridad a lo lejos, el frío viento sur y mi figura indeleble en un universo hecho para mí me hacían sentir que yo era el único que existía.
Pensé que caminaba o, más bien, que flotaba solo e intangible, hasta que una procesión comenzó a seguirme. Fue como si sintiera a los peregrinos desde antes y, en esos momentos, todos ellos eran parte de mí; íbamos a un lugar que yo no conocía, le decían “Tañarandy”.
Los fieles me explicaron que antes San Ignacio era una tierra de “irreductibles” o gente que no creyó nunca. Cuando me hablaron de eso, pensé en mi familia, más que nada en mamá, quien odiaba la iglesia por algún motivo que nunca conocí.
En casa, obviamente, notaron mi ausencia, así que fueron a buscarme desesperados. Cuando llegaron a la gran barraca, donde estábamos los cientos de creyentes, fue mamá quien me encontró; me halló por primera vez de rodillas y rezando.
Quebrándose la dureza de su corazón y reavivándose la fe en las pupilas de sus ojos que comenzaban a lagrimear, lo único que mamá hizo fue incorporarse al abrazo y consuelo que Dios ya me daba. Sin darme cuenta, también se unieron mi papá y mi hermano.
Así, ese lugar santo y la llama de fe de las miles de velas en la cúspide de la esperanza, reavivaron a una familia que pasó el resto de la Semana Santa abrazada y de rodillas.
Por Eliseo Báez (16 años)
