Montevideo y las ruedas del tiempo

En Montevideo hay otro uso del tiempo. Se nota en el acto de reciclar lo antiguo, nada muere del todo. Para comprobarlo bastaría con detenerse en alguna de las ferias barriales donde se pueden comprar frutas y carnes, entre tantas cosas más.

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Un recorrido por la capital de Uruguay entre ferias, almacenes ambulantes y leyendas.

Los puestos de feria suelen ser ómnibus venerables. En una calle de Pocitos, día de feria entre las calles Benito Blanco y Martí, se reencarnó un ómnibus Leyland inglés de 1960. Es un almacén ambulante. El dueño cuenta que la caja de cambios no anda bien, pero el motor funciona. Hace años que los Leyland pasaron al olvido en Montevideo, será por eso que los turistas ingleses lo fotografían. Para ellos evoca la época en que existía la fábrica, Leyland cerró en 1993.

Una leyenda urbana, refutada por varios historiadores, dice que el Mercado del Puerto es una estación de trenes disimulada que debía ir a otra parte y terminó allí porque se incendió el barco que la llevaba. En verdad, la estructura de hierro vino de Liverpool a pedido de los fundadores del mercado, abierto en 1868. Uno de los símbolos del mercado desde 1897 es el reloj de tres cuadrantes, montado a gran altura. Su maquinaria se detuvo en 1986 pero volvió a vivir en 1996 por obra del relojero Dardo Sánchez, un héroe local.

Diez años sin reloj, pero el tiempo no se detuvo en el Mercado del Puerto. Es que además de las parrillas, hay nombres que insisten en volver. Tres pasajes y cinco calles interiores del mercado llevan nombres de valses, tangos y milongas. Se llaman “Desde el alma”, “La cumparsita”, “Mano a mano”, “Garufa”, “La morocha”, “Madreselva”, “La puñalada” y “A media luz”. Así es, Montevideo insiste en ser la otra orilla del tango.

 En Montevideo el tiempo juega a favor. Ciertas calles de Pocitos asombran por algunas casas que, en pequeña escala, evocan palacios de la Toscana medieval y renacentista con sus galerías, escaleras y torres. Todo eso, en lotes de terreno muy pequeños. Son obras construidas por Ramón Bello y Alberto Reborati entre los años 1921 y 1939. No eran arquitectos y hubo que esperar hasta 1970 para que un profesional, Mariano Arana, valorara estas casas en la Facultad de Arquitectura. Se las ve hermosas como siempre, pero ahora son muy buscadas y valen fortunas.

Fuente: clarin.com

 

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