1989, Final de Juego: Hora de barajar y dar de nuevo

Las rebeliones del 89 exigen reflexionar sobre el sentido del partido único de vanguardias esclarecidas, sobre cómo desenvolver una política democrática y racional de planificación económica, sobre la conveniencia de seguir sosteniendo liderazgos dogmáticos y vitalicios en las organizaciones populares. La aceleración de los tiempos planteados por la pandemia y la radicalización de la crisis cubana nos sitúan en un escenario aún más oportuno para enfrentarnos con el espejo brutal de nuestra historia.

La icónica imagen que marcaba la muerte de una época y el momento en que otra, la nuestra, nacía.
La icónica imagen que marcaba la muerte de una época y el momento en que otra, la nuestra, nacía.Archivo, ABC Color

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«Queremos la abolición de las clases. ¿Cuál es el medio para alcanzarla? La dominación política del proletariado. Y cuando en todas partes se han puesto de acuerdo sobre ello, ¡se nos pide que no nos mezclemos en la política! Todos los abstencionistas se llaman revolucionarios y hasta revolucionarios por excelencia. Pero la revolución es el acto supremo de la política; el que la quiere, debe querer el medio, la acción política que la prepara, que proporciona a los obreros la educación para la revolución y sin la cual los obreros, al día siguiente de la lucha, serán siempre engañados por los aventureros y oportunistas del momento. Las libertades políticas, el derecho de reunión y de asociación y la libertad de la prensa: estas son nuestras armas. Y ¿deberemos cruzarnos de brazos y abstenernos cuando quieran quitárnoslas?». Federico Engels, Discurso de la Conferencia de Londres de la Asociación Internacional de los Trabajadores, septiembre de 1871.

Cuando me propuse escribir sobre las rebeliones de 1989 hace dos años tenía un objetivo claro: hacer hablar a los espectros que había dejado la implosión soviética de tiempos de Gorbachov, al cumplirse tres décadas de la caída del Muro de Berlín. Y si acaso tenía éxito en esa monumental empresa, sumar las voces de mis pares de clase, los millones de trabajadores que aún precisan de un necesario ajuste de cuentas con el pasado reciente y sus significantes.

Curiosamente, si ante el primer objetivo pude sentirme conforme, aunque no satisfecho, el segundo fue, sin lugar a dudas, un rotundo fracaso, quedando semejante Aniversario (sí, así, con mayúscula) sumergido en el más inmerecido olvido.

La aceleración de los tiempos planteados por la pandemia y la radicalización de la crisis cubana nos ubica en un escenario aún más oportuno que aquel para confrontarnos con el espejo brutal de nuestra historia. Sin embargo, sobre el proceso de cambios y conflictos con epicentro en La Habana debo reconocerme un ignorante evidente, más allá de generalidades siempre válidas, como la defensa innegociable del derecho de protesta y manifestación pública del pueblo trabajador. Es verdad que el espíritu de época nos invita a hablar de todo, incluso de lo que no tenemos ni pálida idea. Como siempre, el pudor me gana. Recomiendo, en todo caso, otros esclarecedores artículos (1), publicados en este mismo Suplemento, para empezar a desenredar el ovillo.

Sí recordé un raro artículo publicado por el periódico Página 12 de Argentina (emblema si los hay del progresismo criollo), en ocasión de cumplirse el medio siglo del triunfo de la Revolución. Dicha nota, tras una somera enumeración de cabezas de ganado, toneladas de azúcar, disposición de electrodomésticos y (dato no menor) cantidad de periódicos en circulación, concluía que después de 50 años de revolución victoriosa «el consumo de la Cuba prerrevolucionaria era mayor que el actual, pero ahora es más igualitario» (2). Lo cual está muy bien, si uno lleva adelante una militancia cristiana que aboga por el retorno a una vida frugal de colectivismo primitivo.

Pero si nuestro objetivo es dar lugar al «salto de la humanidad desde el reino de la necesidad al reino de la libertad», bueno, con la absoluta humildad de quien escribe, me permito decir que la costura ya tiene demasiados puntos sueltos para seguir haciéndonos los boludos.

Ha pasado un poco más de treinta años de las rebeliones de 1989. Es un tiempo interesante: nos da la oportunidad de ubicar los acontecimientos y los movimientos de masas en su justo lugar, ver en qué se decantaron finalmente los procesos abiertos y, diríamos metafóricamente, cuál fue la trayectoria seguida por la bala, antes de impactar finalmente.

El problema del análisis histórico vulgar (penosamente reproducido muchas veces por el activismo izquierdista) es que busca leer los procesos sociales desde un binarismo lógico-formal y ruinosamente estático: ¿fue bueno o malo tal suceso?; aquella figura pública, ¿deberá ser reprobada o laureada?; esta obra, ¿deberá ser censurada o catequizada como versículo bíblico?; si aquel se vendió en subasta pública, ¿acaso entonces siempre fue un arribista miserable?; si este proceso terminó en mayores penurias, ¿ese era su destino inexorable?

El problema de esta lógica de leer los movimientos históricos (de nuevo, reproducida por compañeros de lo más loables) es que reniega de uno de los mayores aportes de la filosofía materialista y dialéctica, esto es, de que la realidad es la unidad tortuosa de elementos contradictorios en dinámica permanente.

1989, efectivamente, vio el cierre violentísimo (y para muchos inesperado) de un ciclo abierto en las crisis de principios del siglo XX con la Revolución de 1905 (una de las primeras en que la clase obrera pudo ocupar un lugar protagónico en las luchas políticas) y la Primera Guerra Mundial, inicialmente, y con la Revolución Rusa triunfante, después.

En un conocido documental que recoge los testimonios de aquellos activistas estudiantiles que enfrentaron la dictadura de Pinochet durante los convulsos años 80 (Actores secundarios, 2004), uno de los testimonios recogía: «en ese tiempo asumíamos que un tercio del mundo vivía bajo el socialismo. Incluso si ese escenario no era el que creíamos, demostraba que otro mundo era efectivamente posible».

El historiador Eric Hobsbawm bautizó este período como «el corto siglo XX», por oposición al «largo siglo XIX», esto es, las crisis de los años 80 habrían marcado el final de toda una etapa abierta por la insurgencia obrera y popular, por un lado, y el agotamiento de la fe liberal en el progreso indefinido de la humanidad organizada en torno al ritmo del capital, por el otro.

El otoño de los pueblos

Ese gran y horroroso Leviatán que implosionaba en 1989, y con él la fe del siglo que había movilizado a millones a lo largo de décadas, ¿había colapsado tan intempestivamente como creemos? Los cientos de miles de manifestantes y huelguistas, muchos de ellos mujeres y trabajadores jóvenes castigados por la carestía y la desorganización económica, ¿exponían su seguridad laboral, social y hasta física por poder concurrir libremente a los Burger Kings y comprar un par de jeans ajustados? Hay mucho maniqueísmo interesado en estos eslóganes vulgarizados por igual por liberales y estalinistas reciclados.

El hecho es que no hubo relámpago en cielo despejado: tomando como parámetro la economía soviética, ésta había dejado de crecer en 1983, teniendo un primer gran cimbronazo en la recesión de 1981 (-3,6%) y después de una década (1970) de pobrísimo desempeño, y desde 1984 hasta 1989 había acumulado una pérdida del 22,5% en la actividad económica (3). Si tomamos en cuenta el Producto por habitante, el desempeño es todavía peor: desde 1984 hasta 1989 el PBI per cápita se había derrumbado un 26,5%, lo que nos da un indicio de la depredación del salario real obrero que se había producido en un plazo tan breve de tiempo (4).

Variables semejantes de deterioro en sus condiciones de vida tan sólo habían visto los trabajadores occidentales durante la crisis de los años 30, justamente cuando del otro lado de la cortina de hierro los Reagan y los Thatcher desataban una economía de guerra contra las clases trabajadoras.

Con cierta validez podrá objetarse: «sí, ¿pero acaso con posterioridad a la Restauración capitalista las condiciones de vida fueron mejores? ¿No nos dice acaso la norteamericana Agencia Bloomberg (de la que no podrán sospecharse tendencias socialistas, ni aun laboristas) que “el modelo de crecimiento de Europa Oriental ha sido asegurar siderales ganancias en base al trabajo precario y salarios deprimidos” (5)»?

Pero, respondemos nosotros, precisamente, ¿es acaso ese un argumento válido para los millones de familias asalariadas que ven arrasadas día a día sus condiciones materiales de existencia y reproducción social? Porque otros gobiernos liberales o conservadores llegaron a ajustar, ¿esto nos llevaría a llamar a la pasividad a los millones de trabajadores frente a sangrías sociales todavía más brutales? No sólo contradeciríamos una elemental práctica política clasista, incluso nadaríamos en contra del elemental principio de subsistencia humana.

A fin de cuentas, quienes salieron a las calles por cientos de miles y protagonizaron las huelgas y manifestaciones iniciadas en Polonia a principios de la década y continuadas en Rumania, Bulgaria, Checoslovaquia, Alemania, en China o en la propia Rusia, no lo hacían sólo por repudio a décadas de arbitrariedades, manipulación y violencia autoritaria que habían llevado a muchos de los trabajadores mejor educados del mundo a sujetarse a la censura en el espacio público y laboral y a la autocensura en la intimidad; sino además porque habían visto sus sindicatos y espacios de organización (obreros, estudiantiles, culturales) convertirse en espectrales apéndices de un Estado en guerra declarada contra sus más elementales condiciones de vida.

Que no lo hicieran con Carlos Marx y Rosa Luxemburgo bajo el brazo, y sí con Adam Smith y Friedrich Hayek (imagen bastante caricaturesca de la cuál desconfiamos con sobradas razones), nos dice el historiador Valerio Arcady (O martelo da historia), se debía precisamente a las décadas de violencia burocrática que se habían cernido contra quienes, desde el socialismo, habían apostado sus vidas a la construcción de un modelo social en el cual la planificación económica no estuviera en trincheras opuestas a las más elementales libertades políticas, o al principio (ya centenario) de la participación activa, democrática y consciente de los trabajadores en el proceso productivo. Y ahí estaban la Revolución Húngara (1959) y la Primavera de Praga (1968) como los más hirientes testimonios de esta tragedia histórica.

El Muro debía caer

Ciertamente, la Restauración en Europa del Este (como las operadas en China y el Sudeste asiático) no abrieron un escenario de gran prosperidad material y libertades democráticas como sostenían los apologistas liberales; pregúntenle si no a los homosexuales masacrados en la Rusia de Putin o a las mujeres rumanas y búlgaras migrantes prostituidas en las barriadas de París, Londres y Ámsterdam.

La nada socialista OCDE nos recuerda que todavía unos quince años después de la caída del Muro, la República Federal de Alemania condenaba a 1 de cada 10 trabajadores alemanes a mendigar por el derecho a ser explotado, con valores que se duplicaban en los estados de la ex RDA (6).

Y, sin embargo, es necesario (prioritario) afirmar: en las crisis de 1989 confluyeron dos procesos distintos, que por simultáneos han sido superpuestos (a veces malintencionadamente) en el imaginario social:

-Por un lado, las rebeliones populares contra las dictaduras burocráticas y toda su estela de miserias y arbitrariedades, en el marco de un agudo estancamiento económico, ya visible desde mediados de los años 70;

-Y por el otro las Restauraciones, primero en China con las Cuatro Grandes Reformas de Deng Xiao Ping, continuadas después con los acuerdos del FMI con los gobiernos rumano (1972), polaco (1980) y húngaro (1986), y finalmente con las políticas de reformas estructurales implementadas en la propia URSS, bautizadas con los nombres de Perestroika y de Glasnost por el mismo Gorbachov.

Hay que decirlo con todas las letras para terminar con la política de encubrimientos: la Restauración comenzó desde el Estado, no contra él.

No en vano, mientras el pueblo asalariado veía licuarse sus ingresos meteóricamente, para finales de la década las Fuerzas Armadas soviéticas se devoraban hasta la cuarta parte del presupuesto público nacional; y sería de allí precisamente de donde vendría toda la nueva generación de oligarquías empresariales lanzadas a una acumulación primitiva por pillaje y saqueo durante las privatizaciones de los 90 (el propio Putin proviene de esa casta oscura y descompuesta).

Muchas reflexiones aún válidas, y aún necesarias, nos arrojan las rebeliones del 89: sobre el sentido de seguir o no sosteniendo la política del partido / facción único de vanguardias esclarecidas, sobre las formas en que se puede llegar a desenvolver efectivamente una política democrática y racional de planificación económica, sobre la conveniencia de seguir sosteniendo liderazgos dogmáticos y vitalicios en las organizaciones populares (porque, por sobre todo, «el partido», «el sindicato»), o incluso sobre las libertades políticas y creativas bajo un gobierno obrero.

Una sola mención que nos sirva de ejemplo: en una poco conocida antología (7) de artículos publicada a principios de los años 80, resultado de la solidaridad de militantes de diferentes nacionalidades con el movimiento obrero polaco, se destacaba que una de las principales exigencias en las negociaciones con el aparato de gobierno consistía en la publicidad de los actos.

Todos los hechos, las posturas de las partes, los términos de la negociación, y aun los acuerdos finales entre los líderes obreros y los funcionarios de gobierno, debían asumir un carácter transparente al conjunto de la población y circular libremente en la prensa, fomentando así la deliberación popular acerca de las condiciones de la crisis que atravesaba el país y los medios posibles de arbitrar para resolverla.

Si aún en la actualidad, y hasta en las mejores democracias liberales de occidente, nos hemos acostumbrado a las negociaciones de aparato, a la colusión entre minorías, a las redes de complicidad, conveniencia y obsecuencia con los poderes públicos, donde en el mejor de los casos a los trabajadores se nos convoca para aplaudir y celebrar hechos ya consumados (y si usted, lector, cree que esta peculiar metodología es exclusiva de conservadores, le invito a releer la polémica sobre Cuba en este Suplemento), entonces, ¿no tenemos acaso demasiado que aprender aun de los procesos de los años 80?

En la desencarnada novela autobiográfica La noche quedó atrás, el comunista alemán Jan Valtín recordaba su paso por las experiencias revolucionarias de juventud en Alemania en los albores de ese corto siglo XX:

«Las masas respondieron. Gritaron hasta que sus rostros parecía que iban a reventar. Su empuje era irresistible. Grité con ellas. El movimiento se extendía. No comprendí las disputas que se suscitaban entre los diversos partidos obreros, pero muy pronto adquirí el desprecio con que trataban a los políticamente moderados. En Bremen se producían entonces, cada día, demostraciones y contrademostraciones de grupos obreros y proletarios rivales. Un nexo de unidad sólo podría lograrse cuando las tropas vestidas en su uniforme gris de campaña volvieran del frente, donde continuaban aún bajo el mando de sus antiguos oficiales. Yo estaba entre la multitud que recibió a los regimientos (…) al regresar estos, en el extremo noroeste de la ciudad. Los soldados estaban silenciosos y cubiertos de lodo.

Los oficiales llevaban sus espadas desenvainadas y contestaron con burlas y amenazas a los gritos de júbilo que daba la masa. –Ya vamos a limpiar todo eso –eran sus amenazas. Una vez en la ciudad, los soldados llegados del frente fueron rodeados por los marineros y los obreros de los astilleros (…) Las tropas fueron atrapadas; todo el mundo temía una masacre. Sin embargo, fueron desarmadas y dispersadas sin que corriera una gota de sangre. Algunos días después se tenía la evidencia de la formación de las primeras bandas nacionalistas. Afiches en las paredes reclamaban: “Hay que destruir a los criminales de noviembre”. Pelotones de obreros destruyeron todos esos afiches».

Hora de barajar y dar de nuevo.

Notas

(1) Al respecto puede seguirse el nutrido debate entre Alhelí Cáceres, Montserrat Álvarez y Ronald León Núñez en El Suplemento Cultural en ediciones anteriores. Dentro de este debate, ejemplos de un necesario pensamiento autocrítico de izquierda son los artículos «Sobre Cuba y el Gran Hotel Abismo» y «A propósito de Cuba: por los sueños rotos», de Montserrat Álvarez, y «La izquierda ante las protestas en Cuba» y «Una vez más, acerca de Cuba», de Ronald León Núñez. Como ejemplo de la línea contraria, a favor del gobierno cubano, está publicado en estas mismas páginas el artículo «Los comunistas ante el proceso de construcción socialista en Cuba. Réplica a Ronald León Núñez», de Alhelí Cáceres.

(2) https://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/subnotas/117594-37436-2009-01-02.html

(3) Fuente: Naciones Unidas: http://data.un.org/Data.aspx?q=ussr&d=SNAAMA&f=grID%3a103%3bcurrID%3aUSD%3bpcFlag%3a0%3bcrID%3a810

(4) Fuente: Naciones Unidas: http://data.un.org/Data.aspx?q=ussr+datamart%5bSNAAMA%5d&d=SNAAMA&f=grID%3a101%3bcurrID%3aUSD%3bpcFlag%3a1%3bcrID%3a810

(5) Ver: https://www.bloomberg.com/news/articles/2016-02-09/europe-s-other-jobless-dilemma-threatens-model-of-eastern-boom

(6) Ver: https://read.oecd-ilibrary.org/employment/oecd-employment-outlook-2018_empl_outlook-2018-en?fbclid=IwAR2anetAyZ9fHLArykHkHquKcufQ2WfyZyxLOGzSXlGNiTOH0Ooa7AfTC9U#page26

(7) AA. VV., Por Polonia: entre la renovación y el desmoronamiento del Estado, Barcelona, Editorial Laia, 1982.

lamoneda73@gmail.com

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