En Puerto Diana, varias casas tienen enormes tambores en el patio del frente, algunos más ajados que otros, con vasos o jarras encima y un factor más en común: el pote blanco de tapa azul con la inscripción de “45.000” en letras negras. Este pueblo de la etnia Ishyr Chamacoco tiene menos de 600 habitantes, pero el agua potable no llega a pesar de que está ubicado a pocas cuadras del centro urbano de Bahía Negra –la segunda población más importante de Alto Paraguay–.
Muy cerca del portón de la casa de Rumilda García y Aveiro Bernal hay una canilla que haría suponer que no tienen problemas con el agua; nada más alejado de la realidad. De ese grifo solo sale agua cruda, directamente del río Paraguay. Por ese servicio pagan G. 10.000 mensuales.
Ella es docente y él uno de los líderes de la comunidad. Viven junto a sus tres hijos y dos hermanas de Rumilda en la pequeña casa donde todas las mañanas se cumple el mismo ritual: dos cucharadas del químico en 200 litros de agua. En 45 minutos ya está lista para beber.
El pote blanco de tapa azul es sulfato de aluminio, lo utilizan esta y otras pocas familias para purificar el agua que beben, mientras las demás siguen consumiendo agua cruda por falta de interés o porque G. 45.000 es una cifra que escapa a sus posibilidades. Es una práctica relativamente nueva en la comunidad, asociada al brote de diarreas y vómitos. “El agua del río ya no es como antes, hay mucha contaminación y si no se trata, los niños se enferman. Acá donde la atención médica es un lujo no podemos permitirnos eso”, dice Rumilda.
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“Solo cocino con verduras una vez a la semana cuando viene el barco Aquidabán y no puedo comprar mucho, porque todo es carísimo. Por acá es imposible conseguir, solo tenemos una huerta en la escuela y nos ayudamos entre todos para mantener. Me gustaría tener una en mi casa, pero por el suelo seco necesita mucho riego y ese es el problema mayor, el agua”, añade, resignada.
María Estela Barbosa lavaba ropa la tarde en que llegamos, pero como “no es buen horario” para juntar agua, debe esperar incluso más de una hora para que se llene cada balde que va a utilizar, así que deja de lado eso y se pone cómoda para contar que lo ideal es hacerlo a la madrugada, cuando nadie usa. “Pero de día yo no puedo dormir y ya estoy mayor, me canso mucho como para no descansar en la noche”, se lamenta.
El hospital, cuya infraestructura pertenece al Instituto de Previsión Social (IPS), está administrado por el Ministerio de Salud, pero los recursos no alcanzan. La mayor parte de los gastos es cubierta con autogestión y en caso de que un paciente necesite ser trasladado desde las comunidades más alejadas o que deba ser derivado a Fuerte Olimpo –a unos 80 kilómetros–, el costo promedio es de G. 1 millón.
Al respecto, Roberto Ferreira (ANR) dice que la provisión de agua es una de sus prioridades como intendente. Su administración se hizo cargo de la Junta de Saneamiento del agua en la ciudad porque los miembros de esta entidad “estaban cansados de trabajar a pérdida”. Ferreira dice que no se tienen los recursos suficientes para instalar sistemas de distribución en Puerto Diana, ni en 14 de Mayo, la otra comunidad indígena del distrito.
Rodrigo Zárate, de la Fundación Guyra Paraguay, la organización que más ha invertido en la zona en los últimos años, explica que están enfocados en declarar al Pantanal como Patrimonio Natural de la Humanidad por la Unesco. “Pero mientras el agua potable no esté garantizada, poco es lo que esto aportará a la zona”, señala.
Estas poblaciones viven aún como en 1950, cuando Paraguay era el único país de Latinoamérica que no contaba con sistema de distribución de agua potable, pero no precisamente por preservar su cultura ancestral, sino por el olvido al que Estado las somete.
“Cuando la gente de otro país nos visita y cuenta que vienen por el Pantanal, nos alegra. Pero para nosotros, eso de que sea el humedal más grande del mundo no significa nada. Vivimos viendo agua, pero cada vez se contamina más y no hay conciencia, ni va haber, porque para los políticos, nosotros no existimos”, dice Rumilda con voz resignada, mientras cierra el tambor del agua que ya purificó. El caudaloso río Paraguay corre apenas a 150 metros de su casa, pero para ella el verdadero tesoro es ese, el que prepara cada mañana en porciones de 200 litros.
