Carpas de antes y de ahora

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“Insólito: instalarán escuelas carpas en zona de Ñacunday”, cuestionaba, en mayo de 2012, el titular de un diario digital de nuestro país. Ahora, en 2016, tenemos un par de carpas más pequeñas instaladas en el predio del Congreso Nacional, con docenas de alumnos que concurren diariamente a ellas desde la zona del Bañado asunceno, afectado por las inundaciones. A nadie parece escandalizarle.

¿Qué ha cambiado de hace cuatro años a esta parte? Mucho... o nada, según se mire.

A principios de 2012, el escenario político-social era turbulento. Algo se estaba cocinando, sin que la mayoría se diese cuenta.

Familias campesinas se habían instalado unos meses antes en los lindes de la propiedad del todopoderoso “rey de la soja” Tranquilo Favero. El Gobierno impulsaba un tímido intento de catastro de terrenos sospechados de haber sido objeto de apropiación ilegal. Poco tiempo después, aquel gobierno era defenestrado en un juicio político aprobado en tiempo récord.

En ese 2012, para evitar que los niños de los “carperos” –como los designaban algunos medios de prensa– perdiesen su escolaridad, por la precaria situación en que se encontraban, el Ministerio de Educación dispuso la instalación de las escuelas carpa.

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La decisión motivó burlas y críticas. Algunos dirigentes políticos interpretaron que esta ayuda era una muestra inequívoca del apoyo del Gobierno a los “invasores de tierras”. También hubo críticas a las malas condiciones en las que iban a estudiar los niños.

La reacción actual frente a la instalación de las escuelas carpa en la sede del Congreso fue de reconocimiento a la “sensibilidad” de los parlamentarios por el drama de las familias que perdieron sus casas en las inundaciones. Las cámaras legislativas hicieron una profusa publicidad del “gesto” en sus páginas web.

Llegar diariamente en estos días al Parlamento y ver esas pequeñas carpas con niños intentando aprender algo en esas condiciones, brinda una imagen de la absoluta precariedad de nuestro sistema educativo.

Si se une el cuadro a los datos hechos públicos recientemente sobre los precios escandalosos que el Ministerio de Educación pagó por botellitas de agua y raciones de cocido, la sensación no puede ser sino de cierto pesimismo sobre el futuro del país y de esos niños.

Casualmente o no, los argumentos que esgrime la ministra de Educación Marta Lafuente para intentar explicar el precio exorbitante de los productos adquiridos por licitación son casi idénticos a los que daba Camilo Soares cuando lideraba la Secretaría de Emergencia, en el anterior periodo.

Extrañamente, ningún medio habla de “botellitas de oro” o “cocidachos de oro”. Es difícil saber por qué lo ocurrido antes era muy grave y lo de ahora, que es lo mismo o peor, parece no serlo tanto.

La actual administración intenta constantemente vender la imagen de un nuevo rumbo, de un país en franco crecimiento y atractivo para las inversiones extranjeras. Sin embargo, los mismos indicadores económicos oficiales señalan que la pobreza, supuestamente el “gran” objetivo de este gobierno, se ha reducido mínimamente (se había reducido mucho más en años anteriores).

Las escuelas carpa del 2012, que para el stablishment eran entonces un símbolo de decadencia, aparentemente dejaron de serlo.

Tal vez, si lo permitimos, con el tiempo nos terminen convenciendo de que ser pobres, sin educación, sin salud y sin trabajo, al fin y al cabo, no es tan terrible.

mcaceres@abc.com.py