Cuando la legalidad se usa para trampear

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El caso del exsenador colorado Víctor Bogado, expulsado la semana pasada por sus pares con algunos cuestionamientos al procedimiento, coloca en el escenario político del país un debate que, debido a la seguidilla de parlamentarios vinculados a graves hechos de corrupción, se vuelve una cuestión sobre la que es importante que los involucrados directos tomen conciencia y postura.

Se trata de la distinción entre la legalidad y la legitimidad en el ámbito de las instituciones públicas y, específicamente, lo que toca a funcionarios que obtuvieron sus cargos por elección popular.

Bogado u otros políticos investigados o acusados de hechos de corrupción evidentes, cuando se ven ante la posibilidad de tener una sanción política, como su expulsión, por ejemplo, acuden a argumentos de tipo legal: que no hay condena firme, que no hay pruebas, que los hechos no fueron suficientemente probados, que el juez tiene una animadversión personal contra ellos, etc. A la que se le agrega la muletilla de ser “perseguidos políticos”. Excusa a la que Bogado le puso ahora otro condimento: “perseguido por el imperio mediático”.

Por muchos años, políticos de nuestro país pudieron dedicarse a robar y abusar de las arcas públicas sin tener que preocuparse de rendir cuentas de sus acciones.

En el poco probable caso de que fueran descubiertos en sus fechorías, habían acumulado suficiente dinero para “convencer” a jueces y fiscales de su inocencia o al menos para no ir a parar a la cárcel. 

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La cuestión fue cambiando por el avance de la conciencia cívica ciudadana y la tecnología que, entre otras cosas, inventó eso de las redes sociales, donde algunos sinvergüenzas reciben muchas veces lo que merecen aun si la Justicia no se encarga de ellos.

Pero, así como avanzaron la tecnología y los controles para advertir, por ejemplo, el súbito aumento de la fortuna de algunos dirigentes políticos, también avanzaron la desfachatez y el caradurismo de algunos de ellos para pretender negar lo evidente o defender lo indefendible.

Cuando se trata de conservar sus cargos, siguen recurriendo a argumentos legales por la ventaja que supone el hecho de que se prolonguen en el tiempo y la consabida “presunción de inocencia”.

Aunque el derecho a declararse inocentes mientras el Poder Judicial no diga lo contrario de manera firme y ejecutoriada está basado en la Constitución, lo cierto es que algunos políticos lo utilizan de manera abusiva, utilizando abogados hábiles o aprovechando la inutilidad de fiscales y jueces.

Sin embargo, en el caso del Congreso, sus miembros pueden recurrir a las herramientas que les da la Constitución para depurar la institución, cuando es evidente que no existen condiciones políticas para mantener en el cargo a alguien que notoriamente perjudica y conspira contra la imagen institucional.

Puede que legalmente un parlamentario no haya aún sido declarado culpable y condenado con sentencia firme en el Poder Judicial, pero los políticos, más que nadie ellos que conocen lo que es el respaldo o el repudio ciudadano, saben que en algún momento es conveniente extirpar el tejido enfermo para que el cuerpo se mantenga sano (o más o menos sano).

Presumir la inocencia de cualquier ciudadano es una cuestión legal y constitucional, pero no es legítimo, en el sentido de “justo”, ni tampoco sensato, que sus colegas hagan de cuenta que no ha pasado nada, que pueden no tener en cuenta el malestar ciudadano y, con esa actitud, afectar la credibilidad de la institución. Eso es aún más grave que querer presumir una inocencia en la que, en realidad, ni ellos mismos creen.

mcaceres@abc.com.py