El cero y el infinito

SALAMANCA. De haber leído el libro mientras existía la Unión Soviética, quizá habría resultado menos impactantes, pues aquello se mostraba como un proyecto con mucho camino por delante. Pero después de haber visto cómo se deshacía y la fragilidad de todo el andamiaje que se había montado en torno a una utopía, resulta mucho más difícil de permanecer impasible al relato. Su nombre se muestra críptico a primera vista: “El cero y el infinito” y su autor, un húngaro, Arthur Koestler, que nació en Budapest en 1905, fue miembro activo del Partido Comunista y terminó suicidándose juntamente con su esposa después que le diagnosticaran una leucemia y parkinson, en 1983.

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“El cero y el infinito” es su obra más conocida. Escrita en 1941 mientras se desataba la Segunda Guerra Mundial y las fuerzas de la irracionalidad avanzaban sin que nadie pudiera contenerlas, más que ser una novela es un libelo contra la irracionalidad con que Stalin llevaba adelante su proyecto político que tenía un solo eje: su persona. En cierta medida, Mario Vargas Llosa, en el prólogo, advierte veladamente sobre esta circunstancia, pero centrándose más bien en aspectos literarios que ideológicos. Y uno se sumerge en la historia de la que es poco menos que imposible salir a pesar de todas las advertencias que uno haya recibido en contra. Incluso el final se intuye desde las primeras páginas, pero la maquinaria que se ha puesto en movimiento, empujando, aplastando, apoderándose de sus personajes, es tan fuerte, que el lector es arrastrado juntamente con el protagonista, Nikolai Salmanovitch Rubachof, al infierno que le toca vivir.

Es la historia de un miembro destacado de la “guardia vieja” de la Revolución Bolchevique de 1917; no uno cualquiera, sino uno de sus protagonistas. Tenía acceso a Stalin y ocupaba un sitio principal dentro de la fotografía de aquellos que protagonizaron la revolución; una fotografía que iba desapareciendo de todos los sitios públicos, ya que casi ninguno de ellos seguía con vida después de las purgas. Stalin no solo tenía que deshacerse de sus posibles enemigos, sino también de todas aquellas figuras importantes que apenas comenzó a mover sus fichas en el tablero político, entendieron que se estaban traicionando los principios por los cuales habían luchado y el “número uno”, palabra que usaban frecuentemente para referirse a Stalin para no nombrarlo directamente, iba imponiendo rápidamente su dictadura.

Trescientas páginas dedicadas a recoger los interrogatorios a que es sometido Rubachof por parte de quien oficia de verdugo, el juez de instrucción Gletkin, un hombre mediocre, ignorante, que sin embargo es capaz de ir empujándolo a un profundo estado de deshumanización a través de una serie de técnicas que consisten en agotarlo físicamente privándole de horas de sueño y una presión psicológica constante para que declare lo necesario para que los tribunales le condenen a muerte.

¿Quién es el “cero”? El individuo. Cuando Rubachof le pide a Gletkin que le defina qué es un individuo, le responde: “Cien mil personas divididas por cien mil”, vale decir, cero. En cuanto al infinito, por ser un concepto abstracto que siempre le ha resultado sospechoso al Partido por el mero hecho de ser abstracto. Por fin el “yo” es una mera “ficción gramatical“, ya que todo buen revolucionario “no utiliza la primera persona del singular (yo), sino la primera persona del plural (nosotros)”.

Son sorprendentes los argumentos utilizados por Gletkin para justificar aquellos crímenes en nombre de una revolución que no podía ser traicionada y que, llegado el momento, iba a ser exportada al resto del mundo para cambiarlo profundamente, como nunca había ocurrido antes en la historia. Mucho más sorprendentes nos suenan hoy después de haber visto de qué manera se desarmó todo el sistema. Me recuerda lo que dijo un intelectual: “El mundo no va a acabar en una gran explosión (era el momento del miedo a una guerra atómica), sino en un simple eructo”.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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