Y brota la pregunta crucial del ser humano: ¿qué pasa después de la muerte? ¿Todo termina en el cementerio? ¿Hay otra vida después de esta?
Podemos decir que el hombre de todos los siglos y de todas las culturas siempre anidó en su corazón la esperanza de una “otra vida”. Sería una clase de instinto espiritual, que sostiene que Dios nos tiene preparado algo mucho mejor de lo que vivimos en este mundo.
Un análisis racional tiende a confirmar esta impresión, si nos damos cuenta de la abundancia de vida que hay en la naturaleza, la hermosura de la creación, la increíble habilidad de los animales y todos los mecanismos que señalan a una mano poderosa y amorosa, que lo ha creado todo: hay una profusión de vida, belleza y alegría.
Sin embargo, la visión de fe es más confiable, además de presentar un elemento decisivo: esta visión me toca a mí y compromete mi vida.
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La Buena Nueva de hoy proclama: “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”.
Tenemos el testimonio trascendental de Jesucristo, que murió en la cruz y resucitó al tercer día y afirmó: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11), así como iría resucitar a los que han creído en él (Jn 5) y han comulgado su cuerpo y sangre (Jn 6).
Nuestro Credo católico declara solemnemente: “Creo en la resurrección de la carne”. Entendemos que la palabra “carne” se refiere a la persona toda, en su dimensión biológica, psicológica y espiritual. Nadie sabe bien “cómo” se dará esto, pero estamos felizmente seguros de que el hecho se dará.
Esperar la resurrección de la carne y de los muertos tiene que llenarnos de júbilo, pues de un lado, nuestros seres queridos, que ya partieron, están con el Dios de los vivientes, e interceden por nosotros como entrañables amigos.
De otro lado, esta fe ha de colmarnos de esperanza, pues este también es nuestro futuro: sentarnos en la mesa del banquete y disfrutar para siempre de la risueña compañía de nuestro Creador y Redentor.
Sin embargo, antes está la responsabilidad del presente, que es vivir como personas resucitadas, desde hoy, abandonando las macanas del “hombre viejo” y las tramoyas de la “bruja chismosa”.
En nuestro bautismo recibimos el germen de esta resurrección, que hemos de alimentar en la Eucaristía de todos los domingos.
Paz y bien.
hnojoemar@gmail.com