Antoine-Laurent Levoisier en 1785, estudiando las investigaciones de Mijail Lomodosov (1748), definió la ley de la conservación de la materia: “nada se destruye, todo se transforma”. Lo que los científicos afirman de la masa, la materia y la energía, de alguna manera lo ha descubierto la observación del sentido común, al contemplar cómo el gusano muere en su capullo y termina saliendo transformado en mariposa, o como dijo Cristo del grano de trigo, que precisamente cuando muere al desintegrarse sepultado en la tierra, brota como nueva planta que producirá varias espigas y cientos de granos: “Si el grano de trigo no muere, no da fruto”.
Lo que observamos y decimos de la masa, la materia, la energía y la genética de la naturaleza, se puede decir paralelamente de la vida humana. Ni siquiera nuestra muerte es destrucción absoluta de la vida de la persona, sino el paso a otra forma de vida.
Los primeros seguidores y discípulos de Jesús de Nazaret tuvieron el privilegio de ser testigos y experimentar algo insólito y maravilloso. Fueron testigos de las torturas y cruel muerte de Jesús en la cruz, protagonistas del entierro de su cadáver, encontraron después el sepulcro vacío y tuvieron repetidas experiencias compartiendo con Jesús resucitado, vivo con una vida nueva de características inéditas, de quien superaba el tiempo, el espacio y la materia, para poder manifestarse reiteradamente con evidencias de ser y estar vivo.
El acontecimiento Jesús nos confirma que el sentido de la vida es la vida, que la muerte es un paso a otra forma de vida en la que se realiza en plenitud y sin limitaciones ni impedimentos la dimensión espiritual de todo ser humano, liberado de las ataduras de lo inmanente, incluida la muerte.
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Hay muchos modos de vivir la vida y consecuentemente, aunque la vida tenga valor y sentido por sí misma, ella puede ser realizada de muy diversas maneras y, por tanto, ser llenada con diversos quehaceres, objetivos y sentidos. Ante tantas alternativas posibles es pertinente preguntarse: ¿para qué vivo? ¿cuál es el sentido de mi vida?
La vida de Jesús, su despedida en la Última Cena, la Pasión atormentado con terribles torturas físicas y psicológicas, el proceso de su muerte en la cruz y la misma resurrección evidencian el sentido profundo y radical de su vida. El evangelista San Juan, testigo fiel y constante de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús, lo percibió inteligentemente: el sentido de la vida de Jesús es el amor.
Al iniciar la narración de la Pasión de Jesús, Juan dice: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”. Y al contarnos lo que Jesús dijo en la Última Cena recuerda estas palabras inequívocas: “Como el Padre me ama Yo les amo; permanezcan en mi amor. Permanecen en mi amor si hacen lo que les pido: amen como yo les amo. Les digo esto para que participen de mi felicidad, porque quiero que sean completamente felices” (Jn 15,9 s). Y al decirnos lo que espera de nosotros, lo repite muy claro: “Ámense unos a otros como yo les he amado. Y en esto conocerán que son mis discípulos”.
Cristo conoce profundamente al ser humano y su máximo potencial para alcanzar la plenitud y la felicidad. La psicología humanista, sobre todo la psicología transpersonal, confirman que el sentido de la vida alcanza su esplendor en el amor.
Viktor Frank, famoso psicólogo y psiquiatra suizo, explica magistralmente qué significa el sentido de la vida y el sentido último de la vida. Somos libres para decidir cuál es o queremos que sea para nosotros el sentido y el último sentido de la vida. Jesús también nos confidenció el sentido último de su vida: ser uno, integrarse en la unidad total y perfecta con el Padre Dios, que es Amor.
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