La vanidad del rey hizo que exigiera localizar y ordenar a aquellos confeccionistas, que le prepararan un traje con esa tela, para desfilar ante el pueblo. De ese modo, pensó, tendría una vestimenta muy fina que además le permitiría descubrir a todo aquel que no fuese honesto y capaz, entre quienes lo rodeaban.
Los dos confeccionistas fueron convocados para trabajar en el palacio, donde solicitaron grandes cantidades de hilos de oro, perlas y diamantes para adornar la prenda.
Pero en realidad eran solo estafadores, que conociendo la vanidad del rey, confiaban en que podían quedarse con todo el material precioso solicitado, simulando que confeccionaban un traje que en realidad no existía.
Días después de ordenar el trabajo, el rey envió a dos de sus adulones a que fueran a ver la confección del traje.
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Como es natural, ninguno pudo verlo, pero al volver al palacio ante su jefe, los dos comenzaron a alabar la prenda para que este no se diera cuenta de la deshonestidad e incapacidad de ambos.
El rey se sentía ansioso. El día en el que los estafadores lo convocaron, para colocarle la prenda, acudió rodeado de varios de sus serviles para que le dieran su opinión.
Los timadores simularon entonces que le colocaban el traje. El rey, que había quedado solo en ropa interior, naturalmente nada veía. Con temor le preguntó a sus colaboradores la opinión que tenían del traje. Todos se deshicieron en elogios. Y cada uno de los trepadores intentó superar los halagos de quien lo precedía.
Desconcertado, y pese a verse en ropa interior, el rey decidió llevar adelante el desfile, para que nadie sospechara que en realidad no podía ver el traje.
El rey desfiló entonces ante su séquito, que alababa con servilismo una prenda que en realidad no estaba viendo.
Hasta que un niño que presenciaba el desfile, gritó con toda su sinceridad, “¡el rey está desnudo! ¡el rey está desnudo!” y salió corriendo.
El cuento de hadas del gran escritor danés Hans Christian Andersen se popularizó con los nombres de “El traje del rey” o “El traje del emperador”.
Lo recordé mucho en estos días, por el mensaje que deja, de que los verdaderos líderes y estadistas, tienen que tener la capacidad de rodearse de personas sinceras, valientes y dignas, que le digan con franqueza lo que piensan, aunque no sea aquello que quiera escuchar.
Y naturalmente huir de los cortesanos aduladores, serviles y obsecuentes, que solo buscan beneficiarse de su cercanía con el poder, y que alaban como si fuese un traje hecho a la medida, una gestión que además crispa y divide.
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