En otra ocasión reciente, en un congreso de la Asociación Paraguaya para la Calidad –que exhibía al fondo un enorme cartel del MOPC– se quiso relajar el tedioso ambiente predominante en reuniones de este tipo introduciendo un poco de distensión y regocijo. Así fue que, de pronto, irrumpieron en el recinto tres estupendas pasistas, con atavío carnavalesco y batucada de rigor; hermosas señoritas, sensuales, ligeras de ropa y movimientos, que supieron certificar la calidad de su destreza en los meneos, sacudones y estremecimientos que configuran ese género de danza brasileña.
Las jóvenes sexys son solicitadas también para engalanar comienzos y cierres de competencias deportivas masculinas, promocionar marcas comerciales, hacer de azafatas en reuniones de negocios y recepciones sociales, decorar inauguraciones, entregar folletos, distribuir obsequios o, meramente, flanquear la puerta de ingreso en pose estática, como las chicas azuladas de la pacífica universidad.
Tienen razón las feministas cuando protestan indignadas por esto que llaman “cosificación” de la mujer; aunque parece no haber salida en el caso, dado que el tablero en el que estas fichas se juegan no es el de la racionalidad sino del instinto, que a veces se puede reprimir pero jamás suprimir. El instinto vende, la filosofía no. Así es como se entiende. Un par de tetas tiran más que una yunta de carretas, asegura, desde antiguo, el viejo adagio hispano.
“Los hombres no quieren ver nada profundo en la mujer, salvo el escote”, solía opinar la otrora famosa actriz Zsa Zsa Gabor. No es totalmente cierto; además, hay que tomar como atenuante que muchas empleen su escote como show room. Pero todo esto va en camino de rápida transformación. La gente, en general, no percibe cuán diferente pensamos en nuestro tiempo. Desde Sócrates y Platón hasta los más eminentes filósofos y escritores del siglo XIX fueron antifeministas radicales. Somerset Maugham, por ejemplo, afirmaba que “como las mujeres no saben hacer nada excepto amar, le atribuyen a eso una importancia ridícula”. Menos fino pero no menos agudo, Nietzche decía: “La mujer que se aficiona al estudio por lo general tiene algún desarreglo en sus órganos sexuales”; y en este tren no fue el más desagradable. Podrían transcribirse otras cien citas de este tenor, o peores.
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Muchas mujeres intentan contraatacar a estos viejos prejuicios usando las mismas armas, como, por poner un caso, el de Valerie Solanas, que en el manifiesto de su “Sociedad para las castración de los hombres” (C. 1970) escribió: “El hombre tiene el toque de Midas en negativo; todo lo que toca convierte en mierda”. Tácticas así ya demostraron su ineficacia hartas veces. Otras prefieren asentar la igualdad adoptando hábitos masculinos, comenzando por los malos, como emborracharse en público o entretenerse con las prosaicas contorsiones de varones strippers.
A muchos se les ocurrirá que este es el punto ideal para recurrir a perogrulladas como “todos los extremos son malos” y cantinelas similares. Lo visto y comprobado es que cada vez es más trivial confrontar o debatir en estos términos. Los roles masculinos y femeninos se van ajustando solos a las condiciones impuestas por la marcha evolutiva de la cultura de la humanidad. La Historia es una anciana viajera que escoge caminos con su propio criterio y no con los que se diseñan en los gabinetes ilustrados que, con sus teodolitos y GPS intelectuales, tiran líneas hacia aquí y hacia allá.
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