Los ejemplos que no le permiten a la sociedad local pensar de otra manera suman y siguen. Desde policías que traen y dan coberturas a asaltantes para asaltar a empresarios hasta jefes policiales que dejan huir a condenados a cambio de dinero.
Pero la situación es aún peor, porque no solamente hay indicios elocuentes de que gran parte de la tropa que el Estado contrata para proteger a la gente de la delincuencia juega en el otro bando, sino incluso permiten que los suyos sean asesinados impunemente.
En poco más de cinco meses, tres policías fueron ajusticiados en la zona de Curuguaty por los narcos sin que sus camaradas hagan nada al respecto. Les importa un bledo que personas que visten el mismo uniforme que ellos caigan acribillados por las balas asesinas de los criminales.
La pregunta obvia que martilla en la cabeza de un ciudadano es: ¿Si ni entre ellos son capaces de defenderse, cómo podemos confiar que lo harán con el resto de los mortales?
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La explicación está en la doble “función” del policía, que a la vez de dar seguridad, es recaudador de la “corona”. Este secreto a voces sucumbe al personal ante la fuerza de las mafias sin que nadie haga nada al respecto.
El comandante de la Policía Nacional, Crio. Críspulo Sotelo; el ministro del Interior, Francisco de Vargas, y el propio residente de la República, Horario Cartes, saben lo que está pasando, pero no mueven un dedo para cambiar la historia. Para completar el panorama, el Ministerio Público y el Poder Judicial bailan el mismo baile.
Es decir, la sociedad paraguaya sobrevive en un Estado fallido. Un Estado enemigo que no ofrece garantía a nadie, o a casi nadie, porque quienes trafican y matan siempre salen con la suya. Ellos sí tienen garantía, de impunidad.
De no haber una reacción en masa del pueblo contra la inseguridad y la complicidad del Estado, este Gobierno terminará obteniendo el récord de familias enlutadas en tiempos de paz en el Paraguay.
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