Intolerancia y fundamentalismo

SALAMANCA. Alá no quiere que haya música, y no habrá música. Alá no quiere que haya monumentos fúnebres, y no habrá monumentos fúnebres. Alá no quiere que haya representaciones de seres humanos, y no habrá representaciones de seres humanos. Sus seguidores fanatizados que no se encuadran de ningún modo dentro de la mejor tradición musulmana, aquella que dio al Oriente Medio y a Europa sabios, filósofos, matemáticos, poetas, astrónomos, están decididos a arrasar con parte de la cultura que hoy es considerada “patrimonio de la humanidad”.

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Se han adueñado de todo el norte de Malí y han impuesto con extremo rigor lo que ellos interpretan como la palabra de Alá contenida en el Corán. Sus picas han ido perdiendo el filo contra las paredes de monumentos fúnebres que desde hace décadas la UNESCO (Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) ha declarado “patrimonio de la humanidad”. En la zona de Tombuctú, en otra época considerada como El Dorado de África, existen (o existían) centenares de mausoleos dedicados a los 333 santos que vivieron en la región. Las construcciones, a falta de piedra, son de adobe, lo que presenta, por un lado, una curiosidad, ya que con un material tan endeble se han logrado construcciones tan llamativas y, por el otro, son de una gran fragilidad.

A unos 1.000 kilómetros al noroeste de Bamako, capital de Malí, Tombuctú ha sido puesta por la UNESCO en la lista de bienes culturales en peligro de desaparecer. Pronto, la “hazaña” cometida en Afganistán hace doce años (2001) por parte de los miembros de Al Qaeda, que destruyeron los monumentales Budas de Bamiyán, se repetirá en suelo africano.

Tombuctú debió su florecimiento y fama al encontrarse en el cruce de caminos entre África Occidental y las tribus nómadas bereberes y árabes. Era el paso obligado de las caravanas que iban de norte a sur por la llamada “ruta transahariana”. Por allí pasaban los mercaderes de sal, de oro, de esclavos.

Pero la riqueza cultural de Tombuctú no se reduce a estas edificaciones, sino además posee una colección de manuscritos de la Edad Media, una gran parte de ellos anteriores a la aparición del Islam.

Se estaba llevando a cabo un proyecto ambicioso de microfilmar aquellos libros y catalogarlos, pero la presencia de los fanáticos islamistas ha interrumpido el trabajo. “No hay patrimonio mundial, eso no existe”, ha dicho uno de los yihadistas. “Esto es para nosotros, los musulmanes. Los infieles no deben meterse en nuestros asuntos”, para agregar que están decididos a destruir todas las edificaciones que consideren profanas “aunque los mausoleos estén en el interior de las mezquitas”.

No solo el fanatismo se ha cebado con las obras de arquitectura, también con la música. En Malí está prohibida la música cualquiera sea su forma de expresión: un instrumento musical, la voz humana, ni siquiera el tono de llamada de un teléfono móvil. Si esto sucede, el aparato es confiscado.

El Festival del Desierto, que reunía a músicos y público de todo el mundo para escuchar a los tuaregs, por este motivo se ha convertido en el Festival del Desierto en el Exilio, en Burkina Faso, al sur de Malí. Allí irán sus cantantes Alí Farka Touré, Khaira Arby, Rokia Traoré (la pueden escuchar en Spotify); la casa de esta última acaba de ser asaltada por los yihadistas que destruyeron todos los instrumentos musicales que allí encontraron. El periódico norteamericano “The Washington Post” entrevistó por teléfono a un líder guerrillero quien dijo: “La música es contraria al Islam. En vez de cantar, ¿por qué no leen el Corán? No estamos únicamente en contra de los músicos de Malí, estamos en una guerra contra todos los músicos del mundo”. Qué lejos está de nosotros Malí y Tombuctú, pero también qué cerca, porque por allí pasa el camino de la intolerancia que transitan todos los que creen que sus ideas son mejores que las de su vecino y por eso lo insultan y lo desprecian. O lo matan.

jruiznestosa@gmail.com

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